Esta traducción se ofrece como un servicio a nuestros lectores; la versión oficial de este informe, en Inglés, se puede encontrar aquí.
El concepto de sexo biológico está bien definido y se basa en las funciones binarias que desempeñan hombre y mujer en la reproducción. Por eso se suele decir que el sexo es “lo dado por biología,” “lo biológico,” definido por dos identidades genéticas y anatómicas, la del varón y la de la mujer. En cambio, el concepto de género no está así de definido y, de manera general, se suele interpretar que se refiere a conductas y atributos psicológicos habitualmente típicos de uno u otro sexo. Se suele entender por variables de género las características, atributos, roles que pueden desempeñar hombres y mujers fruto del contexto cultural donde se desenvuelven. Ejemplos típicos de variables de género, también llamadas a veces variables de contexto cultural, son cuidar a los dependientes, trabajar fuera o dentro de casa o en determinadas profesiones. Lamentablemente se usa a veces de manera indiferente las palabras sexo y género, creando así una confusión sobre sus definiciones. Algunos individuos se identifican con un sexo que no se corresponde con el suyo biológico (un varón, por ejemplo, se puede sentir “mujer”; las causas de este fenómeno llamado de “identificación cruzada de género” siguen sin comprenderse adecuadamente. Por el momento, los estudios para analizar si esas personas transgénero comparten ciertas experiencias o características fisiológicas con el sexo opuesto — como, por ejemplo, estructuras cerebrales o una exposición atípica a hormonas prenatales — siguen sin ser concluyentes. En ocasiones, la “disforia de género” en adultos (un sentimiento de incongruencia entre el sexo biológico y el género del individuo (o el sexo deseado por el individuo), acompañado de una angustia o disfunción clínicamente significativas) se trata con hormonas o cirugía, pero hay pocas pruebas científicas de que esas intervenciones terapéuticas conlleven un beneficio. La ciencia ha demostrado que los problemas de “identidad de género” en la infancia normalmente no perduran en la adolescencia y la edad adulta, y no hay pruebas científicas del valor terapéutico de los tratamientos para retrasar la pubertad. Nos preocupa la creciente tendencia de instar a los niños y niñas con problemas de “identidad de género” a hacer una transición hacia el sexo que prefieren mediante el uso de procedimientos médicos y, después, quirúrgicos. Claramente, es necesario llevar a cabo más estudios en este campo.
Tal como se describía en la Primera Parte, existe la creencia generalizada de que la orientación sexual es un concepto bien definido y que es innata y fija en cada persona (como se dice con frecuencia, los gais han “nacido así”). Otra visión en boga y vinculada a la anterior es que la identidad de género también se fija al nacer o a muy temprana edad y puede diferir del sexo biológico del individuo (entendiendo identidad de género como el sentimiento interno y subjetivo de ser hombre o mujer o alguna otra categoría de género). En el caso de los menores, esa visión en ocasiones se articula diciendo que es un niño atrapado en un cuerpo de niña o viceversa.
En la Primera Parte, planteábamos que los estudios científicos no dan gran respaldo a la hipótesis de que la orientación sexual sea innata y fija. Del mismo modo, ahora plantearemos que no hay pruebas científicas suficientes de que la identidad de género se fije al nacer o a edad temprana. Aunque el sexo biológico sea innato y la identidad de género y el sexo biológico estén relacionados de un modo complejo, no son idénticos: en ocasiones el género se define o expresa de maneras que guardan escasa o ninguna relación con la base biológica del individuo.
Para aclarar qué se pretende decir con “género” y “sexo,” comenzaremos con una definición de uso general, citando en este caso un folleto publicado por la American Psychological Association (APA):
El sexo viene asignado de nacimiento, hace referencia a la condición biológica del individuo como masculino o femenino y se asocia básicamente a atributos físicos como los cromosomas, la prevalencia hormonal y la anatomía externa e interna. El género hace referencia a los roles construidos, conductas, actividades y atributos que una determinada sociedad considera apropiados para niños y hombres o niñas y mujeres. Estos aspectos influyen en cómo las personas actúan, interactúan y se sienten consigo mismas. Mientras que los aspectos del sexo biológico son similares en diferentes culturas, los relativos al género pueden diferir.[1]
Esta definición nos remite a la obviedad de que existen ciertas normas sociales para hombres y mujeres, que varían en diferentes culturas y no vienen simplemente determinadas por la biología. Pero va más allá al afirmar que el género está en su totalidad “definido socialmente” (es decir, no está ligado al sexo biológico, como si fuera siempre y totalmente independiente del sexo biológico). Esta idea ha sido un elemento fundamental del movimiento feminista a la hora de buscar reformar o eliminar los tradicionales “roles de cada género.” En el clásico libro del feminismo El segundo sexo (1949), Simone de Beauvoir escribía que “no se nace mujer: una llega a serlo.”[2] Este concepto es una de las primeras versiones de la ahora habitual distinción entre el sexo como designación biológica y el género como constructo cultural: aunque una nazca, como asegura la APA, con los “cromosomas, prevalencia hormonal y anatomía externa e interna” de una mujer, socialmente se la condiciona para asumir los “roles, conductas, actividades y atributos” de una mujer.
Con el desarrollo de la teoría feminista durante la segunda mitad del siglo XX se reafirmó aún más la visión de que el género solamente viene establecido socialmente. Una de las primeras en emplear el término “género” de forma diferente a sexo en la literatura sociológica fue Ann Oakley, en su libro de 1972 Sex, Gender and Society.[3] En el libro de 1978, Gender: An Ethnomethodological Approach, las profesoras de psicología Suzanne Kessler y Wendy McKenna defendían que “el género es una construcción social; es decir, un mundo de dos ‘sexos’ es el resultado de los métodos compartidos y asumidos por una sociedad y que sus miembros utilizan para construir la realidad.”[4]
La antropóloga Gayle Rubin expresaba una visión similar cuando en 1975 escribía: “El género es una división de los sexos impuesta socialmente. Es un producto de las relaciones sociales de la sexualidad.”[5] En su opinión, si no fuera por esa imposición social, Seguirá habiendo seres de sexo masculino y de sexo femenino, pero no existiría la “masculinidad” ni la “feminidad” o “lo masculino” y “lo femenino.” Además, Rubin defiende que si los papeles tradicionales de género se construyen socialmente, entonces también es posible deconstruirlos y, por tanto, podemos eliminar las “sexualidades obligatorias y los roles sexuales” y crear “una sociedad andrógina y sin género (pero no sin sexos), en la que la anatomía sexual sea irrelevante para lo que cada uno sea o haga y con quien haga el amor.”[6]
La relación entre la teoría de género y la deconstrucción o erradicación de los roles de género tradicionales es aún más clara en las obras de la influyente teórica del feminismo Judith Butler. En obras como Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity (1990)[7] y Undoing Gender (2004),[8] Butler introduce lo que describe como “teoría de la performatividad,” según la cual ser mujer u hombre no es algo que uno sea, sino que uno hace. En sus propias palabras, “el género no es el resultado causal del sexo, ni es aparentemente tan fijo como el sexo.”[9] El género es más bien un estatus que se construye y que es radicalmente independiente de la biología o los rasgos corporales, “un artificio a la deriva, con la consecuencia de que varón y masculino podría, con la misma facilidad, designar un cuerpo femenino que uno masculino, y mujer y femenino, uno masculino con la misma facilidad que uno femenino.”[10]
Esta visión según la cual el género y la identidad de género son flexibles y plásticos, y no necesariamente binarios, ha adquirido recientemente mayor prominencia en la cultura popular. Un ejemplo es la medida de Facebook de incluir 56 nuevas formas para que los usuarios describan su género, aparte de las opciones de masculino y femenino. Tal como explica Facebook, las nuevas opciones permiten al usuario “sentirse cómodo con su verdadero y auténtico yo,” una parte importante de lo que significa “la expresión del género.”[11] Entre las opciones se incluyen agénero, diversas variantes de cis- y trans-, género plástico, género cuestionado, ninguno, otro, pangénero y dos espíritus.[12]
Tanto si Judith Butler tenía o no razón al describir los roles tradicionales de género en hombres y mujeres como “performativos,” su teoría del género como “artificio a la deriva” parece describir esta nueva taxonomía. A medida que estos términos se multiplican y sus significados adquieren mayor particularidad, vamos perdiendo de vista un conjunto de criterios comunes para definir lo que significan las distinciones de género. Si el género está completamente desligado del código binario del sexo biológico, podría hacer referencia a cualquier diferencia de comportamientos, atributos biológicos o rasgos psicológicos, y cada persona podría tener un género definido por la combinación única de características que posee. Planteamos esta reducción al absurdo para demostrar que la posibilidad de definir el género de forma demasiado amplia puede llevarnos a una definición casi carente de significado.
De forma alternativa, la identidad de género se podría definir en términos de rasgos y comportamientos típicos de un sexo, de modo que ser niño (varón) implicaría comportarse como los niños normalmente lo hacen: participar en juegos bruscos y enérgicos, manifestar interés por los deportes o mostrar una predilección por las pistolas de juguete en lugar de las muñecas. No obstante, eso supondría que un niño que juega con muñecas, detesta las pistolas y se abstiene de practicar deportes o juegos agresivos sería considerado una niña, en vez de ser meramente una excepción a los patrones típicos de conducta masculina. La capacidad para reconocer excepciones a la conducta típica de un sexo se basa en una comprensión de la masculinidad y feminidad independiente de los estereotipos sobre qué conductas son adecuadas para cada sexo. La base subyacente de la masculinidad y la feminidad es la distinción de las respectivas funciones reproductivas; en mamíferos, como el ser humano, la hembra gesta la prole y el macho fecunda a la hembra. En un sentido más universal, el macho de la especie fecunda los óvulos que le proporciona la hembra. Esta base conceptual de los roles sexuales es binaria y estable, y nos permite distinguir machos y hembras en función de sus aparatos reproductores, incluso si los sujetos manifiestan conductas que no son típicas de macho o de hembra.
Para ilustrar de qué modo la función reproductiva define las diferencias entre sexos incluso cuando surgen conductas atípicas de un sexo en particular, consideremos dos ejemplos, uno extraído de la diversidad del mundo animal y otro de la diversidad de las conductas humanas. En primer lugar, veamos el caso del pingüino emperador. El macho dedica mayores atenciones a los huevos que la hembra y, en ese sentido, se lo podría describir como más maternal que esta.[13] No obstante, somos capaces de reconocer que el pingüino emperador macho no es en realidad hembra, sino más bien que constituye una excepción a la tendencia general (pero no universal) entre los animales de que la hembra sea la que dedique mayores cuidados a las crías que el macho. Reconocemos este hecho porque la conducta típica de un sexo, como los cuidados parentales, no son definitorios del mismo; la función del individuo en la reproducción sexual sí lo es.
Otro rasgo biológico típico de los sexos, como los cromosomas, tampoco es necesariamente de gran ayuda para definir el sexo de forma universal, como el ejemplo del pingüino nos permitirá seguir ilustrando. Igual que en otras aves, la genética de la determinación sexual en el pingüino emperador es diferente de la de los mamíferos y muchos otros animales. En los seres humanos, el hombre es portador de cromosomas XY y la mujer, del par XX; es decir, el hombre tiene un cromosoma único que determina su sexo y que no comparte con la mujer, mientras que la mujer tiene dos copias de un cromosoma que comparte con el hombre. En cambio, en las aves son las hembras, no los machos, las que tienen y transmiten el cromosoma específico del sexo.[14] De igual modo que la observación de que el pingüino emperador macho cría más a la prole que su pareja no llevó a los zoólogos a dictaminar que el miembro ponedor de la especie era en realidad el macho, el descubrimiento del sistema de determinación del sexo ZW en las aves no condujo a los genetistas a rebatir la ancestral asunción de que las gallinas son hembra y los gallos, machos. La única variable que sirve de base fiable y fundamental para que los biólogos distingan el sexo de los animales es su papel en la reproducción y no otros rasgos biológicos o de comportamiento.
Otro ejemplo que, en este caso, puede parecer a simple vista una conducta atípica de un sexo es el de Thomas Beatie, que copó las primeras planas de todos los diarios cuando dio luz a tres niños entre 2008 y 2010.[15] Thomas Beatie había nacido mujer, de nombre Tracy Lehuanani LaGondino, y se sometió a una transición quirúrgica y legal para vivir como hombre antes de decidir tener hijos. Puesto que los procedimientos médicos a los que se sometió no implicaron la extirpación de ovarios y útero, Beatie pudo procrear. El estado de Arizona reconoce a Thomas Beatie como padre de las tres criaturas, a pesar de que, biológicamente, es su madre. A diferencia del caso de la conducta “femenina” y ostensiblemente maternal del pingüino emperador macho, la capacidad de Beatie de tener hijos no constituye una excepción a la incapacidad normal del hombre de engendrar. La definición de Beatie como hombre, a pesar de su condición biológica de mujer, es una decisión personal, social y legal que tuvo lugar sin base biológica alguna; no hay ningún factor biológico que indique que Thomas Beatie sea del sexo masculino.
En biología, un organismo es macho o hembra si dispone de las estructuras para asumir uno de esas dos funciones en la reproducción. Esta definición no requiere unas conductas o características físicas arbitrarias cuantificables o medibles, solo la comprensión del aparato reproductor y del proceso de la reproducción. Animales diferentes tienen sistemas reproductivos diferentes, pero la reproducción sexual se produce cuando las células sexuales del macho y de la hembra de la especie se unen para formar nuevos embriones fecundados. Son esos papeles reproductivos los que constituyen la base conceptual para la diferenciación de los animales en las categorías biológicas de macho y hembra, no existe ninguna otra clasificación biológica de los sexos aceptada de forma general.
Sin embargo, esta definición de categoría biológica de los sexos no tiene aceptación universal. Así, por ejemplo, el filósofo y experto legal Edward Stein defiende que la infertilidad plantea un problema crucial para definir los sexos en términos de funciones reproductivas y escribe que catalogar los sexos en función de esas funciones definiría a los “machos estériles como hembras.”[16] Puesto que un macho estéril no puede desempeñar la función reproductiva para la que los machos están diseñados, y una hembra estéril no puede desempeñar la función reproductiva para el que las hembras están diseñadas, definir los sexos en términos de funciones reproductivas no sería, según esta línea del pensamiento, adecuado, ya que los machos estériles se catalogarían como hembras y las hembras estériles como machos. No obstante, si bien un aparato reproductor concebido para desempeñar una función reproductiva concreta puede estar dañado de modo que no pueda cumplir con su función, sigue siendo posible reconocer que está diseñado para tal fin y, por tanto, el sexo biológico se puede seguir definiendo estrictamente en en referencia a la estructura de los aparatos reproductores. Un argumento similar se podría plantear en el caso de las parejas heterosexuales que, por el motivo que sea, deciden no tener hijos. Los aparatos reproductores del hombre y de la mujer son, normalmente, claramente reconocibles, independientemente de si se utilizan o no para fines reproductivos.
La siguiente analogía ilustra cómo se puede reconocer que un aparato tiene una función específica incluso encontrándose en un estado disfuncional que le impide realizarla: los ojos son órganos complejos que funcionan como procesadores de la vista. No obstante, hay numerosas patologías que les afectan y pueden perjudicar la visión y provocar ceguera. Los ojos de un ciego siguen siendo reconocibles como órganos diseñados para desempeñar la función de ver. Cualquier disfunción que derive en ceguera no afecta a la finalidad de los ojos (no más de lo que supondría vendárselos), solo a su función. Lo mismo puede decirse del aparato reproductor. Aunque hay múltiples problemas que pueden causar esterilidad, el aparato reproductor sigue existiendo para el fin de la procreación.
Sin embargo, hay individuos que son biológicamente “intersexuales,” es decir, su anatomía sexual es ambigua, habitualmente a causa de anomalías genéticas. Por ejemplo, el clítoris y el pene se derivan de las mismas estructuras embrionarias y un bebé puede mostrar un clítoris anormalmente grande o un pene anormalmente pequeño, cosa que puede dificultar determinar su sexo biológico incluso mucho después del parto.
El primer artículo académico que empleaba el término “género” fue, al parecer, un informe de 1955 del profesor de psiquiatría John Money, del Hospital Johns Hopkins, sobre el tratamiento de niños y niñas “intersexuales” (el término utilizado hasta entonces era “hermafroditas”).[17] Money defendía que la identidad de género, al menos en esos niños, era plástico y podía construirse. En su opinión, hacer que un niño o niña se identificara con un género solo requería construirle los genitales típicos de un sexo y crearle un entorno adecuado para ese sexo en particular. El género escogido para estos bebés con frecuencia solía ser el femenino (una decisión que no se basaba en la genética o en la biología, ni en la creencia de que fueran “realmente” niñas, sino, en parte, en que en ese momento era más fácil construir quirúrgicamente una vagina que un pene).
El paciente más célebre del Dr. Money fue David Reimer, un niño que no había nacido con una condición intersexual pero cuyo pene había sufrido daños al circuncidarlo.[18] David fue criado por sus padres como una niña, de nombre Brenda, y se le realizaron tanto intervenciones quirúrgicas como hormonales para garantizar que desarrollara las características sexuales típicas de una mujer. No obstante, el intento de ocultarle lo que le había sucedido fracasó:su autopercepción era que, en realidad, era un varón y, con el paso del tiempo, a los 14 años de edad, su psiquiatra recomendó a los padres que le explicaran la verdad. David inició entonces el difícil proceso de revertir las intervenciones hormonales y quirúrgicas a que había sido sometido para feminizar su cuerpo. Lamentablemente, todavía atormentado por ese calvario de la infancia, se quitó la vida en 2004, a los 38 años de edad.
David Reimer es tan solo un ejemplo del daño que pueden infligir las teorías de que la identidad de género se puede reasignar social y médicamente en los niños y las niñas. En un informe de 2004, William G. Reiner, urólogo pediátrico y psiquiatra infantil y juvenil, y John P. Gearhart, profesor de urología pediátrica, hicieron un seguimiento de la identidad sexual de 16 varones genéticos afectados de extrofia vesical (patología con una grave malformación de la vejiga y los genitales). De los 16 sujetos, a 14 de ellos se les asignó el sexo femenino al nacer: fueron sometidos a intervenciones quirúrgicas para construirles genitales femeninos y criados como niñas por sus padres. De estos 14, 6 se identificaron posteriormente como hombres; 5 siguieron considerándose mujeres y 2 se declararon hombres a temprana edad pero sus padres ignoraron sus declaraciones y continuaron criándolos como niñas. El sujeto restante, a quien se le confesó a los 12 años que había nacido niño, se negó a comentar su identidad sexual.[19] Por tanto, la asignación del sexo femenino se mantuvo solo en 5 de los 13 casos con resultados conocidos.
Esta falta de persistencia nos sirve de prueba de que la asignación del sexo al nacer mediante construcción genital e inmersión en un “entorno adecuado al género” probablemente no es una buena opción para abordar el raro problema de la ambigüedad genital en malformaciones congénitas. Cabe señalar que las edades de los individuos al efectuarse el último seguimiento oscilaba entre los 9 y los 19 años de edad, por lo que es posible que algunos de ellos hayan cambiado posteriormente su identidad de género.
Los estudios de Reiner y Gearhart indican que el género no es arbitrario y apuntan a que un varón (o una mujer) biológico probablemente no se identifique con el género opuesto tras una modificación física e inmersión en el entorno correspondiente típico de ese género. La plasticidad del género parece tener un límite.
Lo que está claro es que el sexo biológico no es un concepto que pueda ser reducido, exclusivamente al tipo de genitales externos ni se puede o asignar artificialmente en función de estos. Los cirujanos están cada vez más capacitados para construir genitales artificiales, pero esos “accesorios” no cambian el sexo biológico de los receptores, y estos seguirán sin poder desempeñar el papel reproductivo del sexo biológico opuesto, del mismo modo que les sucedíaantes de la cirugía. De igual manera, tampoco el entorno que se le proporciona al niño puede cambiar el sexo biológico. Por más apoyo que proporcionemos a un niño pequeño en su transición para ser considerado una niña, tanto por sí mismo como por los demás, no conseguirá convertirse biológicamente en niña. Así pues, la definición científica de sexo biológico es clara, binaria y estable para la mayoría de los seres humanos y refleja una realidad biológica subyacente que no debería ser contradicha por las excepciones a aquellas conductas que sí pudieran ser típicas de los sexos y que tampoco puede alterarse mediante cirugía o condicionamiento social.
En un artículo de 2004 que resumía los resultados de los estudios relacionados con patologías intersexuales, Paul McHugh, exjefe de psiquiatría del Hospital Johns Hopkins y coautor del escrito, señalaba:
En el departamento de psiquiatría del Johns Hopkins llegamos finalmente a la conclusión de que la identidad sexual mayoritariamente es incorporada en nuestra constitución por los genes que heredamos y la embriogénesis que experimentamos. Las hormonas masculinas sexualizan el cerebro y la mente. La disforia sexual (un sentimiento de desasosiego hacia el rol sexual propio [llamada por el DSM-5 “disforia de género”]) surge de forma natural en los raros casos de hombres que han sido criados como mujeres en un intento de corregir un problema estructural de sus genitales en la infancia.[20]
A continuación abordaremos el caso de los individuos transgénero (niños y adultos) que eligen identificarse con un género diferente de su sexo biológico, y analizaremos el significado de identidad de género en ese contexto así como lo que la literatura científica nos dice sobre su desarrollo.
Mientras que el sexo biológico es, con muy pocas salvedades, un rasgo binario (masculino o femenino) bien definido que se corresponde con el modo en que el cuerpo está organizado para la reproducción, la identidad de género es un atributo más subjetivo. Para la mayoría de personas, la propia identidad de género probablemente no constituya motivo de gran preocupación: la mayoría de personas de sexo biológico masculino se identifican con niños u hombres y la mayoría de las de sexo biológico femenino con niñas o mujeres. No obstante, hay individuos que manifiestan una incongruencia entre su sexo biológico e identidad de género. Si ese conflicto les empuja a solicitar asistencia profesional, entonces el problema se clasifica como “disforia de género.”
Algunos niños criados como niñas, como se describía en el estudio de 2004 de Reiner y colegas, experimentaron problemas con la identidad de género cuando su sentimiento subjetivo de ser niños chocó con el hecho de que sus padres y los médicos que los atendían los identificaban y trataban como niñas. El sexo biológico de los niños no se cuestionaba (eran portadores del genotipo XY) y la causa de la disforia de género respondía a que, aunque genéticamente eran varones y ellos se identificaban como tales, se les había asignado una identidad de género femenina. Eso apunta a que la identidad de género puede ser una cuestión compleja y difícil para aquellos que escogen (o por los que alguien escoge) una identidad de género opuesta a su sexo biológico.
No obstante, los casos de disforia de género que suscitan gran parte del debate público son los de individuos que se identifican con un género distinto al que indica su sexo biológico. Este colectivo se identifica y se describe a sí mismo como “transgénero.”[*]
De acuerdo con la quinta edición del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-5) de la American Psychiatric Association, la disforia de género se caracteriza por la “incongruencia entre el género que uno siente/expresa y el asignado,” así como “un malestar clínicamente significativo o deterioro en el ámbito social, ocupacional u otras áreas importantes del funcionamiento.”[21]
Es necesario aclarar que disforia de género no es lo mismo que disconformidad de género o trastorno de identidad de género. La disconformidad de género describe a un individuo que se comporta de manera contraria a las normas específicas del género al que corresponde su sexo biológico. Como se indica en el DSM-5, algunos travestis, por ejemplo, no son transgénero en general, los hombres que se visten de mujer no se identifican como mujeres[22] (no obstante, ciertas manifestaciones de travestismo se pueden asociar con un inicio tardío de la disforia de género[23]).
El trastorno de identidad de género, término obsoleto utilizado en una versión anterior del DSM y ya eliminado en la quinta edición, se empleaba como diagnóstico psiquiátrico. Si comparamos los criterios de diagnóstico para disforia de género (el término vigente actualmente) y trastorno de identidad de género (el término previo), vemos que ambos requieren que el paciente muestre “una marcada incongruencia entre el género que siente/expresa y el asignado.”[24] La diferencia fundamental es que un diagnóstico de disforia de género implica que el paciente debe presentar además “un malestar clínicamente significativo o deterioro en el ámbito social, ocupacional u otras áreas importantes del funcionamiento” asociadas a esos sentimientos de incongruencia.[25] Por consiguiente, el principal conjunto de criterios diagnósticos utilizado en psiquiatría contemporánea no indica que todos los individuos transgénero padezcan un trastorno psiquiátrico. Por ejemplo, no se considera que un varón biológico que se identifica como mujer tenga un trastorno psiquiátrico a menos que experimente un malestar psicosocial significativo derivado de esa incongruencia. Un diagnóstico de disforia de género puede ser parte de los criterios utilizados para justificar una cirugía de reasignación de sexo u otras intervenciones clínicas. Asimismo, un paciente que ha sido sometido a modificaciones médicas o quirúrgicas para “expresar” su identidad de género puede seguir sufriendo disforia de género. Es la naturaleza del conflicto la que define el trastorno, no el hecho de que el género expresado difiera del biológico.
No hay pruebas científicas de que todos los transgénero sufran disforia de género o que todos tengan un conflicto con su identidad de género. Algunos individuos no transgénero (es decir, que no se identifican con un género distinto a su sexo biológico) podrían, no obstante, estar en conflicto con su identidad de género; así, por ejemplo, algunas niñas con ciertas conductas típicamente masculinas pueden experimentar diversas formas de malestar sin por ello identificarse jamás con los niños. Por otra parte, personas que se identifican con un género distinto al suyo biológico pueden no sufrir un malestar clínicamente significativo por su identidad de género. Pero solo con que un 40% de los individuos, por poner un ejemplo, que se identifican con un género distinto a su sexo biológico sufrieran un malestar significativo por su identidad de género, eso ya constituiría un problema de salud pública que requeriría la actuación de especialistas y terceros para dar asistencia a los afectados por la disforia de género, con la esperanza de reducir esa tasa entre la población. No hay pruebas que indiquen que el 60% restante, en este caso hipotético (es decir, los individuos que se identifican con un género distinto al suyo biológico pero no sufren malestar significativo) requiriera tratamiento clínico.
El concepto empleado en el DSM-5 de “sentir” subjetivamente que el género propio es incongruente con el sexo biológico tal vez requiera de un mayor escrutinio crítico y, posiblemente, alguna modificación. La definición exacta de disforia de género, aun siendo bien intencionada, es un tanto vaga y confusa, ya que no recoge a individuos que se identifican como transgénero pero no sufren disforia asociada a su identidad de género y que recurren a la asistencia psiquiátrica por discapacidades funcionales referentes a cuestiones ajenas a la identidad de género, como ansiedad o depresión. En esos casos se les cataloga erróneamente como pacientes con disforia de género, ya que manifiestan su deseo de ser identificados como miembros del sexo opuesto, cuando en realidad han llegado a una resolución satisfactoria, a nivel subjetivo, con esa incongruencia y pueden tener depresión por razones que no guardan relación alguna con la identidad de género.
Los criterios del DSM-5 para el diagnóstico de disforia de género en niños se definen de un “modo más concreto y conductual que en adolescentes y adultos.”[26] Es decir, que algunos de los criterios de diagnóstico de la disforia de género en niños hacen referencia a conductas que se asocian con estereotipos del género opuesto. Un malestar clínicamente significativo sigue siguiendo un criterio necesario para el diagnóstico de disforia de género en los niños, pero entre los otros se incluyen, por ejemplo, una “marcada preferencia por juguetes, juegos o actividades habitualmente utilizados o practicados por el sexo opuesto.”[27] ¿Qué pasa con las niñas “marimacho” o los niños que no se decantan por la violencia y las pistolas y prefieren juegos más tranquilos? ¿Acaso los padres deben preocuparse de que su hija marimacho sea, en realidad, un niño atrapado en un cuerpo de niña? No hay base científica para creer que jugar con juguetes típicos de niño defina a un niño como tal, ni que hacerlo con juguetes típicos de niña defina a una niña como tal. Este criterio del DSM-5 para disforia de género, que emplea como referencia juguetes típicos de un género, es no es lógico ni prudente; parece ignorar el hecho de que un niño puede tener un género manifiesto (expresado a través de rasgos sociales y de conducta) quizás incongruente con su sexo biológico, pero sin identificarse con el sexo opuesto. Asimismo, incluso en niños que sí se identifican con el género opuesto al biológico, los diagnósticos de disforia de género simplemente carecen de fiabilidad. Lo cierto es que el niño puede tener dificultades psicológicas para aceptar su sexo biológico como el propio. Y también puede presentar conflictos con las expectativas asociadas a los roles de su género. Por su parte, ciertas experiencias traumáticas también pueden provocar que un niño manifieste malestar por el género que se asocia a su sexo biológico.
Los problemas de identidad de género, como ya se analizó anteriormente, también pueden derivarse de patologías intersexuales (presencia de genitales ambiguos a causa de anomalías genéticas). Esos trastornos de desarrollo sexual, aunque raros, pueden contribuir a disforia de género en ciertos casos.[28] En este tipo de problemas se incluye, por ejemplo, el síndrome de insensibilidad a los andrógenos, en que los individuos con cromosomas XY (masculinos) carecen de receptores de hormonas masculinas, lo que les hace desarrollar características sexuales secundarias femeninas en lugar de masculinas (pero carecen de ovarios, menstruación y son, en consecuencia, estériles).[29] Otro trastorno hormonal de desarrollo sexual que puede hacer que los individuos evolucionen de forma atípica a su sexo genético es la hiperplasia suprarrenal congénita, afección que puede masculinizar a fetos XX (femeninos).[30] Otros fenómenos raros, como el mosaicismo genético[31] o el quimerismo,[32] en que algunas células del cuerpo de los individuos contienen cromosomas XX y otras XY, pueden conllevar una considerable ambigüedad de las características sexuales, incluyendo individuos que presentan gónadas y órganos sexuales tanto masculinos como femeninos.
A pesar de que hay muchos casos de disforia de género que no se asocian a estas condiciones intersexuales identificables, la disforia de género tal vez podría representar un tipo diferente de condición intersexual en que las características primarias sexuales, como los genitales, se desarrollan con normalidad, mientras que las secundarias asociadas al desarrollo cerebral evolucionan según el patrón del sexo opuesto. Existe una controversia con respecto a las influencias que determinan la naturaleza de las diferencias neurológicas, psicológicas y de conducta entre los sexos. El consenso incipiente es que podría haber algunas diferencias en los patrones de desarrollo neurológico en hombres y mujeres, tanto dentro como fuera del útero.[33] Por tanto, en teoría, los individuos transgénero podrían haber estado expuestos a condiciones que permitirían un cerebro de tipo más femenino en un individuo genéticamente masculino (con los patrones cromosomáticos XY) y viceversa. No obstante, como veremos en el siguiente apartado, son muy insuficientes los estudios que refrendan esta hipótesis.
Como herramienta para analizar los estudios biológicos y sociológicos sobre disforia de género, podemos hacer un listado con algunas de las cuestiones más importantes. ¿Hay factores biológicos que influyan en el desarrollo de una identidad de género que no corresponda con el sexo biológico propio? ¿Algunos individuos nacen con una identidad de género diferente a la de su sexo biológico? ¿La identidad de género se conforma a través de condicionantes ambientales y de crianza? ¿Qué estabilidad tienen las opciones de identidad de género? ¿Cuán habitual es la disforia de género? ¿Es persistente a lo largo de la vida? ¿Un niño que se considera niña puede cambiar con los años y sentirse varón? Y, si es así, ¿con qué frecuencia puede cambiar de identidad de género este tipo de personas? ¿Cómo se podría cuantificar científicamente la identidad de género de una persona? ¿El autoconocimiento es suficiente? ¿Una niña biológica se transformaría en el género de niño solo por creer que lo es o simplemente afirmando que lo es? ¿El conflicto de los individuos con un sentimiento de incongruencia entre identidad de género y sexo biológico persiste a lo largo de la vida? ¿La disforia de género responde a los tratamientos psiquiátricos? ¿Deberían esos tratamientos centrarse en afirmar la identidad de género del paciente o deberían adoptar una posición más neutra? ¿Los intentos de modificar hormonal o quirúrgicamente las características sexuales primarias y secundarias de una persona ayudan a resolver la disforia de género? ¿La modificación genera mayores problemas psiquiátricos en algunos de los diagnosticados con disforia de género o resuelve habitualmente los problemas psiquiátricos existentes? Abordaremos algunos de esos importantes interrogantes en los siguientes apartados.
Robert Sapolsky, un profesor de biología de Stanford que ha llevado a cabo numerosos estudios de neuroimagen, proponía una posible explicación neurobiológica para la identificación cruzada de género en un artículo de 2013 en Wall Street Journal, “Caught Between Male and Female” (“Atrapado entre lo masculino y lo femenino”). En su informe sostenía que recientes estudios de neuroimagen del cerebro en adultos transgénero apuntaban a que estos podrían tener unas estructuras cerebrales más similares a su identidad de género que a su sexo biológico.[34] Sapolsky basa esa afirmación en la existencia de diferencias entre el cerebro masculino y femenino que, si bien son “pequeñas y variables,” “probablemente contribuyan a las diferencias entre los sexos en el aprendizaje, las emociones y la socialización.”[35] En el artículo, Sapolsky concluye: “A veces, la cuestión no es que las personas crean que son de un género distinto al que en realidad pertenecen, sino que, sorprendentemente, a veces hay personas que nacen en un cuerpo cuyo género es distinto al propio.”[36] En otras palabras, defiende que algunas personas pueden tener un cerebro de tipo femenino en un cuerpo masculino y viceversa.
Aunque esta teoría neurobiológica sobre la identificación cruzada de género está al margen de las principales corrientes científicas, últimamente ha captado la atención popular y científica ya que ofrece una explicación potencialmente atractiva para el transgenerismo, especialmente en individuos sin anomalías genéticas, hormonales o psicosociales conocidas.[37] Como sea, aunque Sapolsky pudiera tener razón, hay pocos elementos en la literatura científica que respalden su argumento. Aun así, su explicación neurobiológica sobre las diferencias entre el cerebro masculino y femenino, y la posible relevancia de las mismas en la identificación cruzada de género, merecen un mayor análisis científico.
Existen numerosos estudios menores que intentan definir los factores causales de esa incongruencia entre sexo biológico y género sentido. Esos estudios se describen en las páginas siguientes y en cada uno de ellos se apunta a un posible factor que puede contribuir a explicar la identificación cruzada de género .
Nancy Segal, psicóloga y genetista, realizó un estudio de dos casos de gemelas idénticas discordantes en transexualismo de mujer a hombre (MaH).[38] Segal señalaba que, según otro estudio anterior en el que se realizaron entrevistas no clínicas a 45 transexuales MaH, el 60% había sufrido algún tipo de abuso en la infancia; de estos abusos, un 31% habían sido abusos sexuales, el 29% emocionales y el 38% físicos.[39] No obstante, ese estudio previo no incluía un grupo de control y era limitado a causa del reducido tamaño de la muestra, lo que dificulta establecer interacciones o generalizaciones significativas a partir de los datos.
El primer estudio de caso de Segal era el de una gemela transgénero MaH de 34 años, cuya gemela idéntica estaba casada y era madre de siete hijos.[40] Durante el embarazo de la madre de ambas, tuvieron lugar diversos hechos estresantes y las niñas nacieron de forma prematura cinco semanas antes. A los ocho años de edad, los padres se divorciaron. La gemela transgénero mostró precozmente una conducta de disconformidad de género que perduró a lo largo de toda su infancia. En la escuela secundaria, sintió una atracción hacia otras chicas y, ya en la adolescencia, intentó suicidarse en diversas ocasiones. Asimismo, declaró haber sufrido abusos físicos y emocionales por parte de su madre. Las gemelas crecieron en una familia mormona en la que la transexualidad no se toleraba.[41] La otra gemela nunca se cuestionó su identidad, pero sí sufrió episodios de depresión. Para Segal, la disconformidad de género y los abusos en la infancia fueron factores que contribuyeron a la disforia de género de la gemela transgénero MaH (mujer a hombre); la otra gemela, en cambio, no estuvo sujeta a los mismos factores de estrés en la infancia y no desarrolló conflictos de identidad de género. El segundo estudio de caso de Segal también analizaba una pareja de gemelas idénticas en la que una había hecho una transición de mujer a hombre.[42] Esa gemela transgénero MaH había manifestado conductas precoces de disconformidad y de joven había intentado suicidarse. Con el apoyo de su familia se sometió a cirugía de reasignación a los 29 años, conoció a una mujer y se casó. Igual que en el primer caso, la otra gemela indicaba haberse sentido siempre segura con su identidad de género femenina.
Segal conjetura que cada una de las parejas de gemelas pudo verse afectada por una exposición desigual a andrógenos prenatales (si bien su estudio no ofrece pruebas que lo corroboren)[43] y llega a la conclusión de que “es poco probable que la transexualidad esté asociada a un gen principal, si bien es posible que esté relacionada con múltiples influencias genéticas, epigenéticas, vivenciales y de desarrollo.”[44] Segal se muestra crítica con la idea de que los abusos maternos sufridos por la persona MaH del primer estudio de caso tuvieran un papel causal en la “identificación de género atípica” del individuo en cuestión, ya que esos abusos “aparentemente fueron a continuación” de la aparición de las conductas atípicas de género en el sujeto (Segal reconoce, sin embargo, que “es posible que esos abusos reforzaran su ya atípica identificación de género”).[45] Estos estudios, aunque aportan información, no tienen solidez científica ni proporcionan pruebas directas sobre las hipótesis causales de los orígenes de una identificación de género atípica.
Otra fuente de información sobre la materia (aunque también inadecuada para formular inferencias causales directas) es el análisis de los psiquiatras J. Michael Bostwick y Kari A. Martin, de la Clínica Mayo, del caso de un individuo intersexual nacido con genitales ambiguos que fue operado y educado como mujer.[46] Para ofrecer un trasfondo al estudio, los autores establecen una distinción entre trastorno de identidad de género (“incoherencia entre la identidad de género percibida y el sexo fenotípico” que, en general, no implica “ninguna anomalía neuroendocrinológica discernible”[47]) e intersexualidad (condición en la que están presentes características biológicas de ambos sexos) y ofrecen, asimismo, un resumen y un sistema de clasificación de los distintos tipos de trastornos intersexuales. Tras un análisis exhaustivo de los diversos problemas de desarrollo intersexual que pueden conducir a una discrepancia entre cerebro y cuerpo, los autores reconocen que “algunos pacientes adultos con disforia severa (transexuales) no presentan ni un historial ni existen hallazgos objetivos que corroboren una causa biológica conocida para esa discrepancia cerebro-cuerpo.”[48] Estos pacientes requieren una cuidadosa asistencia médica y psiquiátrica para evitar la disforia de género.
Tras este resumen sumamente útil, los autores señalan que “en ausencia de psicosis o problemas graves de personalidad, las declaraciones subjetivas de los pacientes son actualmente el criterio más fiable para determinar la identidad de género fundamental de un sujeto.”[49] No obstante, no está claro cómo podríamos considerar más fiables a esas declaraciones subjetivas, a no ser que acepetemos que la propia identidad de género se defina como un fenómeno completamente subjetivo. El grueso del artículo se dedica a la descripción de las diversas formas objetivamente discernibles e identificables a través de las cuales se imprime la identidad de hombre o mujer en el sistema nervioso y endocrino. Incluso en los casos en que algo no funciona correctamente en el desarrollo de los genitales externos, es más probable que los individuos actúen de acuerdo con su configuración cromosómica y hormonal.[50]
En 2011, Giuseppina Rametti y colegas, de varios centros de investigación españoles, utilizaron imágenes obtenidas por resonancia magnética (IRM) para estudiar las estructuras cerebrales de 18 transexuales MaH con disconformidad de género precoz y atracción sexual hacia mujeres previa al tratamiento hormonal.[51] El objetivo era descubrir si sus características cerebrales se correspondían más con las de su sexo biológico o con las de su identidad de género. El grupo de control estaba formado por 24 hombres y 19 mujeres heterosexuales con identidad de género conforme a su sexo biológico. Se observaron diferencias en la microestructura de la materia blanca en regiones cerebrales específicas. En transexuales MaH no sometidos a tratamiento, esa estructura se asemejaba más a la de los hombres heterosexuales que a la de las mujeres heterosexuales en 3 de las 4 regiones cerebrales estudiadas.[52] En un estudio complementario, Rametti y colegas compararon a 18 transexuales HaM con 19 mujeres y 19 hombres heterosexuales de un grupo control.[53] Esos transexuales HaM tenían unos promedios de tractos de materia blanca en diversas regiones cerebrales que se situaban entre la media de los hombres y la de las mujeres de los grupos de control. No obstante, en la mayoría de regiones los valores en general eran más cercanos a los de los hombres (es decir, los individuos de su mismo sexo biológico) que a los de las mujeres.[54] En los controles, los autores observaron, como cabía esperar, que los hombres tenían mayores niveles de materia gris y blanca y un mayor volumen de fluido cerebroespinal que las mujeres controles. El volumen del cerebro de los transexuales HaM era similar al de los hombres del grupo control y difería significativamente de los de las mujeres.[55]
En su conjunto, los hallazgos de estos estudios de Rametti y colegas no respaldan lo suficiente la teoría de que los transgénero tengan un cerebro más similar al del género que prefieren que al que se corresponde con su sexo biológico. Ambos estudios presentaban limitaciones por el reducido tamaño de las muestras y la falta de una hipótesis prospectiva (en ambos se analizaban los datos de IRM en busca de diferencias de género y más tarde se observaba dónde encajaban los datos de los transgénero).
Mientras que estos dos estudios mediante RM se centraban en la estructura cerebral, en un estudio de imágenes por resonancia magnética funcional (IRMf), de Emiliano Santarnecchi y colegas de la Universidad de Siena y la Universidad de Florencia, se estudió la función cerebral, examinando las diferencias en la actividad cerebral espontánea en estado de reposo entre ambos sexos.[56] Los investigadores compararon a un único individuo MaH (transgénero declarado desde la infancia) y grupos de control de 25 hombres y 25 mujeres en lo referente a actividad cerebral espontánea. El individuo MaH presentaba un “perfil de actividad cerebral más cercano al de su sexo biológico que al del deseado” y, en parte a partir de ese resultado, los autores concluían que “los transexuales MaH no sometidos a tratamiento muestran un perfil de conectividad funcional comparable al de las mujeres de control.”[57] Con una muestra de un único individuo, la potencia estadística del estudio es prácticamente nulo.
En 2013, Hsaio-Lun Ku y colegas, de diversos centros médicos e institutos de investigación de Taiwán, también llevaron a cabo estudios con imágenes funcionales del cerebro. En ellos, comparaban la actividad cerebral de 41 transexuales (21 MaH, 20 HaM) y 38 pares de control heterosexuales (19 hombres y 19 mujeres)[58] en respuesta a estímulos sexuales mediante el visionado de películas neutras y eróticas. Todos los transexuales del estudio mostraban atracción sexual por miembros de su mismo sexo biológico natal y mayor excitación sexual que los heterosexuales del grupo control al ver películas eróticas con sexo entre sujetos de su mismo sexo biológico. En el estudio también se incorporó un parámetro de “autoevaluación” en que los investigadores pedían a los participantes que “valoraran su grado de identificación con el hombre o mujer de la película.”[59] Tanto en las películas eróticas como en las neutras los transexuales del estudio se identificaron con el protagonista de su género preferido en mayor medida que los del grupo control, los heterosexuales, que no se identificaron ni con hombres ni con mujeres en ninguna de las películas. Ku y colegas aseguraban haber demostrado que los patrones cerebrales característicos de la atracción sexual están relacionados con el sexo biológico, pero no habían realizado comparaciones neurobiológicas significativas de identidad de género entre las tres cohortes. Asimismo indicaban que los transexuales manifestaban conductas defensivas de inadaptación psicosocial.
En un estudio de 2008 de Hans Berglund y colegas, del Karolinska Institute y Stockholm Brain Institute de Suecia, se llevaron a cabo escáneres de TEP e IRMf para comparar los patrones de activación en las regiones cerebrales de 12 individuos transgénero HaM con atracción sexual hacia mujeres, y 12 mujeres y 12 hombres heterosexuales. El primer grupo de sujetos no había tomado hormonas ni se había sometido a cirugía de reasignación de sexo. El experimento consistía en oler esteroides aromáticos que se suponía eran feromonas femeninas, así como otras fragancias sexualmente neutras como aceite de lavanda, de cedro, eugenol, butanol y aire inodoro. Los resultados fueron heterogéneos y dispares entre grupos para los diferentes olores, lo que no debería sorprendernos, ya que los análisis post hoc (análisis que se realizan al final de un estudio pero que no habían sido previstos antes de iniciar el estudio) tienden a generar resultados contradictorios.
En resumen, los estudios presentados anteriormente no ofrecen pruebas concluyentes y sus hallazgos sobre el cerebro de adultos transgénero son dispares. Los patrones de activación cerebral en esos estudios no proporcionan suficientes pruebas para sacar conclusiones fiables sobre la posible asociación entre activación cerebral e identidad sexual o excitación, y los resultados son contradictorios y confusos. Puesto que los datos de Ku y colegas sobre patrones de activación cerebral no se asocian universalmente a un sexo en particular, sigue sin quedar claro si sus hallazgos neurobiológicos aportan algún dato significativo sobre la identidad de género y en qué grado lo hacen. No obstante, es importante señalar que, al margen de los resultados, estudios de esta índole no pueden respaldar ninguna conclusión de que los individuos se identifiquen con un género distinto al biológico debido a una condición biológica innata del cerebro porque son estudios intrínsecamente transversales donde la secuencia temporal no esta claramente establecida.
La cuestión no es simplemente si existen diferencias entre el cerebro de los transgénero y el de los individuos que se identifican con un género que se corresponde a su sexo biológico, sino si la identidad de género es un rasgo fijo, innato y biológico, especialmente cuando no se corresponde con el sexo biológico, o si hay causas ambientales o psicológicas que contribuyan al desarrollo de una conciencia de identidad de género en esas personas. Las diferencias neurológicas en adultos transgénero podrían ser consecuencia de factores biológicos, como genes o una exposición a hormonas prenatales, o psicológicos y ambientales, como los abusos en la infancia, o bien podrían ser el resultado de una combinación de ambos. No se han realizado estudios de serie, longitudinales o prospectivos, que analicen el cerebro de niños con identificación cruzada de género que al llegar a adultos pasen a ser transgénero. La ausencia de estudios de esas características limita seriamente nuestra capacidad para comprender las relaciones causales entre morfología cerebral o actividad funcional, y desarrollo posterior de una identidad de género distinta al sexo biológico.
En un sentido más general, los psiquiatras y neurocientíficos que realizan estudios con imágenes cerebrales reconocen mayoritariamente que existen limitaciones metodológicas inherentes e insalvables en todo estudio de neuroimagen que pretenda simplemente asociar un rasgo en particular –como una determinada conducta–, a una morfología cerebral en particular[61] (y cuando el rasgo en cuestión no es una conducta concreta, sino algo tan escurridizo y vago como la “identidad de género,” esos problemas metodológicos se vuelven aún más insalvables). Estos estudios no pueden, al menos de momento, brindarnos pruebas estadísticas ni demostrarnos un mecanismo biológico plausible lo suficientemente sólido como para refrendar la conexión causal entre una característica cerebral y el rasgo, conducta o síntoma en cuestión. Para ratificar una conclusión de causalidad, incluso de causalidad epidemiológica, es necesario que llevemos a cabo estudios de cohorte longitudinales prospectivos con un grupo fijo de individuos a lo largo de su ciclo de desarrollo sexual, cuando no de toda su vida.
Estudios de esas características tendrían que usar imágenes cerebrales en serie al nacer, en la infancia y en otros momentos a lo largo del continuum de desarrollo del individuo, con el objetivo de ver si cualquier hallazgo de morfología cerebral ya estaba presente desde el principio. De lo contrario, no podremos establecer si ciertas características cerebrales son la causa de un rasgo o si el rasgo es innato y, tal vez, fijo. Estudios como los expuestos anteriormente con individuos que ya manifiestan un rasgo no pueden distinguir entre causa y consecuencia del mismo. En la mayoría de los casos, los individuos transgénero llevan, desde años antes, actuando y pensando de determinadas formas al punto que, a través de conductas adquiridas y de la neuroplasticidad asociada, pueden haber generado cambios cerebrales que les diferenciarían de otros miembros de su sexo biológico o de nacimiento. El único medio definitivo para establecer la causalidad epidemiológica entre una característica cerebral y un rasgo (especialmente uno tan complejo como la identidad de género) es llevar a cabo estudios prospectivos, longitudinales y, preferiblemente, con muestras aleatorias de la población general.
En ausencia de estudios prospectivos longitudinales de esas características, las grandes muestras poblacionales representativas con controles estadísticos adecuados para factores de confusión pueden servir para reducir el abanico de posibles causas de un rasgo de conducta y, con ello, aumentar la probabilidad de identificar una causa neurológica.[62] No obstante, puesto que los estudios hasta la fecha recurren a pequeñas muestras de conveniencia, ninguno es especialmente útil para estrechar el rango de opciones de causalidad. Con el fin de obtener una muestra de estudio más adecuada, debemos incluir neuroimágenes en los estudios epidemiológicos a gran escala. De hecho, dado el reducido número de individuos transgénero entre la población general,[63] los estudios deberían ser exorbitantemente extensos, y caros, para conseguir unos resultados con significación estadística.
Además, si en un estudio se detectaron diferencias significativas entre los grupos (es decir, un número de diferencias superior al que se podría achacar al mero azar), estas harían referencia al promedio de la población de cada grupo. Aun en caso de que esos dos grupos presentaran diferencias significativas en los 100 parámetros, eso no indicaría necesariamente una diferencia biológica entre los individuos en los extremos de la distribución. Por tanto, un individuo transgénero y uno no transgénero escogidos al azar podrían no diferir en ninguno de esos 100 parámetros. Además, dado que la probabilidad de que una persona tomada al azar entre la población general sea transgénero es muy pequeña, las diferencias estadísticamente significativas entre las medias de la muestra no constituyen una prueba suficiente para concluir que un parámetro concreto permita predecir si la persona es transgénero o no. Si hacemos mediciones en el cerebro de un bebé, un niño pequeño o un adolescente y descubrimos que está más próximo a una cohorte que a otra en esos parámetros, eso no significa que al crecer el individuo se vaya a identificar como miembro de esa cohorte. Sería de gran utilidad recordar esta advertencia al interpretar los estudios sobre las personas transgénero.
En este contexto, es importante destacar que no hay estudios que demuestren que alguna de las diferencias biológicas estudiadas tiene poder predictivo y, por tanto, son infundadas todas las interpretaciones (habitualmente en artículos de divulgación) que afirman o sugieren que existe una diferencia estadísticamente significativa entre el cerebro de individuos transgénero y el resto de la población, y que esa es la causa de ser o no ser transgénero (es decir, que las diferencias biológicas son las que determinan las de identidad de género en estos casos).
En resumen, los estudios actuales sobre la relación entre la estructura cerebral y la identidad transgénero son pequeños, limitados desde un punto de vista metodológico, no concluyentes y, en ocasiones, contradictorios. Aunque fueran metodológicamente más fiables, seguirían siendo insuficientes para demostrar que la estructura cerebral sea la causa, y no un efecto, de la conducta asociada a una identidad de género. Y de todas maneras les faltaría el poder predictivo, que es la prueba de fuego para cualquier teoría científica.
Como ejemplo sencillo para ilustrar este punto, supongamos que tenemos una habitación con cien personas, de las que dos son transgénero y el resto, no. Escogemos alguien al azar y te pedimos que adivines la identidad de género de esa persona. Como sabes que 98 de los 100 individuos no son transgénero, la predicción más segura es que el individuo no lo es, puesto que será correcta en el 98% de las ocasiones. Supongamos entonces que tienes la opción de formular preguntas sobre la neurobiología y sobre el sexo de esa persona al nacer. Conocer la biología solo ayudará a predecir si el individuo es transgénero si supone una mejora respecto a la predicción de que la persona no es transgénero. Por tanto, si conocer una característica del cerebro del individuo no mejora nuestra capacidad para predecir a qué grupo pertenece el paciente, entonces el que los dos grupos difieran en la media es prácticamente irrelevante. Mejorar la predicción original es muy difícil para un rasgo tan poco común como ser transgénero, ya que la probabilidad de que esa predicción (afirmar que la persona seleccionada al azar de esta hipotética muestra no es transgenero) sea correcta ya es muy alta. Si realmente existiera una clara diferencia entre el cerebro de los individuos transgénero y no transgénero, semejante a las diferencias biológicas entre sexos, entonces mejorar ese pronóstico inicial sería relativamente fácil. No obstante, en contraste con las diferencias entre sexos, no hay características biológicas que permitan identificar con fiabilidad a los individuos transgénero del resto de personas.
La evidencia científica respalda de forma abrumadora la proposición de que un niño o niña normal desde el punto de vista físico y de desarrollo es, de hecho, lo que aparenta ser al nacer. Las pruebas disponibles de imágenes cerebrales y genética no demuestran que el desarrollo de una identidad de género distinta del sexo biológico sea innato. Dado que los científicos no han logrado establecer un marco sólido para comprender las causas de la identificación cruzada de género, los estudios en curso deberían mantenerse abiertos a la posibilidad de que existan causas psicológicas y sociales además de biológicas.
En 2012, el Washington Post publicó una historia de Petula Dvorak, titulada “Transgender at five”[64] (“Transgénero a los 5 años de edad”), sobre una niña que a los 2 años de edad comenzó a insistir en que era un niño. La historia narra cómo interpretaba su madre ese comportamiento: “El cerebro de su pequeña era diferente. Jean [su madre] lo sabía. Había oído hablar de los transgénero, personas físicamente de un género pero mentalmente de otro.” La historia relata la angustiosa experiencia de la madre al comenzar a investigar los problemas de identidad de género infantiles y ponerse en la piel de otros padres:
Muchos hablaban de la dolorosa decisión de dejar que sus hijos hicieran pública su transición al género opuesto –un proceso mucho más duro en niños que querían ser niñas–. Algunas de las cosas que Jean escuchó la reconfortaron: padres que habían decidido dar el paso aseguraban que los problemas de conducta de sus hijos en gran medida habían desaparecido, el rendimiento escolar había mejorado y los niños habían recuperado su sonrisa. Sin embargo, otras eran aterradoras: niños que tomaban inhibidores de la pubertad en la escuela primaria y adolescentes que se embarcaban en terapias hormonales antes de acabar la secundaria.[65]
La historia prosigue y nos describe cómo Moyin, hermana del niño transgénero Tyler (antes Kathryn) explicaba la identidad de su hermano:
La hermana de Tyler, de 8 años, describía de forma mucho más relajada a su hermano transgénero. “No es más que una mente de niño en un cuerpo de niña,” explicaba Moyin con naturalidad a sus compañeros de clase de su colegio privado, el cual permitirá a Tyler comenzar parvulario como niño, sin mención alguna de Kathryn.[66]
Las observaciones de la hermana resumen la noción popular sobre la identidad de género: los transgénero, o los niños que reúnen los criterios de disforia de género, son simplemente “una mente de niño en un cuerpo de niña” o viceversa. Esa visión implica que la identidad de género es una característica persistente e innata de la psicología humana y ha inspirado un enfoque de reafirmación de esa tendencia en niños con problemas de identidad a edades precoces.
Como ya vimos en el resumen de los estudios genéticos y neurobiológicos sobre los orígenes de la identidad de género, hay pocas pruebas de que el fenómeno de la identidad transgénero tenga una base biológica. También hay escasas pruebas de que los problemas de identidad de género tengan una elevada frecuencia de persistencia en menores. Según el DSM-5, “en los nacidos varones, la persistencia [de la disforia de género] oscila entre el 2,2% y el 30%. En las nacidas mujeres, la persistencia oscila entre el 12% y el 50%.”[67] Los datos científicos sobre la persistencia de la disforia de género siguen siendo escasos debido a la muy reducida prevalencia del problema entre la población general, pero la amplia mayoría de resultados en la literatura apuntan a que aún no sabemos mucho sobre por qué la disforia persiste o remite en los niños. Tal como observa el DSM-5 más adelante, “no está claro si los niños a los que se ‘anima’ o apoya para vivir socialmente según el sexo deseado vayan a presentar mayores tasas de persistencia, ya que aún no se ha seguido longitudinalmente a dichos niños de modo sistemático.”[68] Claramente, es necesario llevar a cabo más estudios en este campo y también que padres y terapeutas reconozcan la gran incertidumbre existente sobre cómo interpretar la conducta de estos niños.
En vista de la incertidumbre en torno al diagnóstico y pronóstico de la disforia de género en niños, cualquier decisión terapéutica es particularmente compleja y difícil. Las intervenciones terapéuticas en menores deben tener en cuenta la probabilidad de que estos superen con la edad esa identificación transgénero. Kenneth Zucker, investigador y terapeuta de la Universidad de Toronto, cree que tanto la dinámica familiar, como la que desarrollan con los compañeros, desempeñan un papel importante en el desarrollo y persistencia de las conductas de disconformidad de género. En este sentido escribe:
Es importante tener en cuenta tanto los factores de predisposición como los de perpetuación en los que podría basarse una evaluación clínica y el desarrollo de un plan terapéutico: el papel del temperamento, el refuerzo parental de la conducta transgénero durante el delicado periodo de formación de la identidad de género, la dinámica familiar, la psicopatología de los padres, las relaciones con los compañeros y los múltiples significados de convertirse en miembro del sexo opuesto que pueden subyacer en la fantasía del niño.[69]
Zucker trabajó durante años con niños con sentimientos de incongruencia de género y ofrecía tratamientos psicosociales para ayudarles a aceptar el género que se correspondía con su sexo biológico, tales como terapia conversacional, reuniones organizadas por los padres para que los niños jugaran con compañeros del mismo sexo, terapia para psicopatologías concurrentes como trastornos en el espectro autista y orientación para los padres.[70]
En un estudio de seguimiento de Zucker y colegas de los niños que ellos habían tratado a lo largo de treinta años en el Center for Mental Health and Addiction de Toronto, observaron que los trastornos de identidad de género persistían solo en 3 de las 25 niñas tratadas[71] (el gobierno canadiense cerró la clínica de Zucker en 2015[72]).
La alternativa al enfoque de Zucker, es decir, la que propone reafirmar la identidad de género preferida por el niño, se ha vuelto más común entre los terapeutas.[73] Ese enfoque implica ayudar al niño a autoidentificarse aún más con la “etiqueta” de género que desee en cada momento. Un componente de ese enfoque de reafirmación del género ha sido el uso de tratamientos hormonales en adolescentes para retrasar la aparición de las características sexuales en la pubertad y aliviar así el sentimiento de disforia en adolescentes cuando su cuerpo desarrolla unas características sexuales típicas que están reñidas con el género con el que se identifican. Hay relativamente pocas pruebas del valor terapéutico de este tipo de tratamientos para posponer la pubertad, si bien actualmente son objeto de un gran estudio clínico auspiciado por los National Institutes of Health de los Estados Unidos.[74]
Aunque los datos epidemiológicos sobre los efectos de retrasar médicamente la pubertad son bastante limitados, la prescripción de hormonas y los procedimientos de reasignación de sexo parecen ir en aumento y muchos de sus partidarios ejercen presión para que este tipo de intervenciones se realicen a edades cada vez más tempranas. Según un artículo de 2013 publicado en The Times de Londres, entre 2011 y 2012 en el Reino Unido se observó un aumento del 50% del número de niños remitidos a clínicas por disforia de género, y casi del 50% de remisiones de adultos entre 2010 y 2012.[75] Ese aumento, ya sea atribuible a una mayor proporción de individuos confusos con su género, a la existencia de una mayor sensibilidad con respecto a las cuestiones de género, a una mayor aceptación de la opción terapéutica u a otros factores, es motivo de inquietud y es imprescindible seguir profundizando en el estudio de las dinámicas familiares y otros problemas potenciales, como el rechazo social o los problemas de desarrollo, que pueden interpretarse como signos de disforia de género en la infancia. Si dichas intervenciones se realizan sin que existan pruebas científicas suficientes que muestren su eficacia ni beneficio para los pacientes, nos preguntamos qué otras razones pudieran estar favoreciéndolas en estos momentos, y nos preocupa pensar que las razones de cierto activismo ideológico pudieran ser más fuertes que el propio beneficio del paciente y de sus familiares.
Un estudio sobre los efectos psicológicos de suprimir la pubertad y de la cirugía de reasignación de sexo, publicado en la revista Pediatrics en 2014 por la psiquiatra infantil y juvenil Annelou L.C. de Vries y colegas, señalaba una mejoría en los sujetos tras someterse a esas intervenciones, con una mejora del bienestar hasta niveles similares al de los adultos jóvenes de la población general.[76] Este estudio analizaba a 55 adolescentes y jóvenes adultos transgénero (22 HaM y 33 MaH) de una clínica neerlandesa, a los que se evaluó en tres ocasiones: antes de comenzar la supresión de la pubertad (edad media: 13,6 años), al introducirse el uso de hormonas sexuales (edad media: 16,7 años) y, como mínimo, un año después de la cirugía de reasignación de sexo (edad media: 20,7 años). El estudio no proporciona un grupo de control con fines comparativos (es decir, un grupo de adolescentes transgénero que no hubiera recibido hormonas inhibidoras de la pubertad, hormonas sexuales y/o cirugía de reasignación de sexo), lo que hace más difícil una comparación de los resultados e invalida, por lo tanto, cualquier conclusión de tipo epidemiológica.
En la cohorte del estudio, la disforia de género mejoró con el tiempo, lo mismo que la imagen corporal en algunos parámetros y el funcionamiento general, que lo hizo de forma modesta. A falta de un grupo de pares como control, no está claro si esos cambios son atribuibles a los procedimientos o si hubieran ocurrido en ese mismo grupo sin necesidad de intervenciones médicas o quirúrgicas. Los parámetros de ansiedad, depresión y frustración mostraron ciertas mejorías con el tiempo, pero los resultados no alcanzaban significación estadística. Aunque el estudio apuntaba a ciertas mejoras en el grupo con el paso del tiempo –en especial la satisfacción subjetiva declarada en cuanto a los procedimientos–, para detectar diferencias significativas debería repetirse el estudio utilizando un grupo control y una muestra más amplia. Entre las intervenciones también se incluyeron los cuidados de un grupo multidisciplinar de profesionales médicos, elemento que pudo haber tenido un efecto beneficioso. Sería ideal que futuros estudios de esta índole incluyeran un seguimiento a más largo plazo que evaluara los resultados y el funcionamiento de los sujetos más allá de los periodos finales de la adolescencia e inicios de la veintena de edad.
La posibilidad de que pacientes sometidos a reasignación de sexo médica y quirúrgica puedan querer recuperar la identidad de género inicial conforme a su sexo biológico muestra que la reasignación entraña un considerable riesgo psicológico y físico, especialmente cuando se lleva a cabo en la infancia, aunque también en la edad adulta. Ello apunta a que en ocasiones las expectativas del paciente sobre una vida ideal después de la intervención no llegan a materializarse.
En 2004, la Aggressive Research Intelligence Facility (Arif) de la Universidad de Birmingham, publicó una evaluación de los resultados de más de un centenar de estudios de seguimiento con transexuales ya sometidos a cirugía.[77] Un artículo de The Guardian resumía así los hallazgos:
Arif… llega a la conclusión de que ninguno de los estudios aporta pruebas concluyentes de que la reasignación de género sea beneficiosa para el paciente. Se observó que la mayoría de estudios tenían un diseño precario, que distorsionaba, por tanto, los resultados a favor de cambiar físicamente el sexo. No se había valorado si otros tratamientos, como la terapia de larga duración, podrían ayudar a los transexuales o si la confusión de género se atenuaría con el tiempo. Arif asegura que los resultados de los pocos estudios que hacían seguimiento de un número significativo de pacientes a lo largo de varios años tampoco son fiables porque los investigadores habían perdido la pista al menos de la mitad de los participantes. Por otra parte, tampoco se han estudiado de un modo exhaustivo las posibles complicaciones de las hormonas y la cirugía genital, como la trombosis venosa profunda y la incontinencia, respectivamente. “Hay gran incertidumbre sobre si cambiar a alguien de sexo es bueno o malo,” asegura el Dr. Chris Hyde, director de Arif. “Aunque no cabe duda de que se tiene sumo cuidado para garantizar que solo los pacientes adecuados se someten a reasignación de género, hay un gran número de personas que, después de operarse, siguen traumatizadas – con frecuencia, al borde del suicidio.”[78]
En la cita anterior se nota la forma indiscriminada en la que la prensa y la literatura de difusión científica utiliza los términos “sexo” y “género,” lo que contribuye a aumentar la confusión y la inexactitud a la hora de analizar resultados de estudios científicos.
La gran incertidumbre sobre diversos resultados observados tras la cirugía de reasignación de sexo hace difícil dar respuestas claras sobre sus efectos en pacientes. Desde 2004 se han llevado a cabo otros estudios sobre la eficacia de la reasignación de sexo, con muestras más amplias y una mejor metodología. A continuación examinaremos algunos de ellos, los más ilustrativos y fiables que estudian los efectos de la cirugía de reasignación de sexo en el individuo.
Ya en 1979, Jon K. Meyer y Donna J. Reter publicaron un estudio de seguimiento longitudinal sobre el bienestar general de adultos que se habían sometido a cirugía de reasignación de sexo.[79] En el estudio se compararon los resultados obtenidos en 15 individuos sometidos a cirugía con 35 que la habían solicitado pero no recibido (14 de los cuales se operaron posteriormente, lo que generó tres cohortes para la comparación: operados, no operados y operados más tarde). El bienestar se cuantificó con un sistema de puntuación que evaluaba variables psiquiátricas, económicas, legales y de relaciones, y las puntuaciones las determinaban los investigadores tras entrevistar a los sujetos. El tiempo medio de seguimiento fue de unos cinco años para los sujetos sometidos a cirugía y de dos años para los que no se sometieron a ella.
En comparación con su estado previo a la cirugía, los individuos operados mostraban ciertas mejoras en bienestar, aunque los resultados presentaban un nivel bastante bajo de significación estadística. Por su parte, los individuos no intervenidos quirúrgicamente mostraban una mejora estadísticamente significativa en los seguimientos. No obstante, no se observó una diferencia estadísticamente significativa entre las puntuaciones de bienestar de los dos grupos en los seguimientos. Los autores concluían que “la cirugía de reasignación de sexo no proporciona ningún beneficio objetivo en términos de rehabilitación social, aunque resulta satisfactoria desde un punto de vista subjetivo para los que han seguido rigurosamente el periodo de prueba y se han sometido a la intervención.”[80] Este estudio llevó al departamento de psiquiatría del Johns Hopkins Medical Center (JHMC) a interrumpir las intervenciones quirúrgicas de cambio de sexo en adultos.[81]
El estudio presentaba importantes limitaciones. Existían sesgos en la selección de la población estudiada, ya que los sujetos se captaron entre individuos que solicitaban cirugía de reasignación de sexo en el JHMC. Además de que el tamaño de la muestra era reducido, los sujetos no sometidos a cirugía de reasignación de sexo habían acudido al JHMC a solicitarla, por lo que no constituían un grupo real de control. No fue posible una asignación aleatoria del procedimiento quirúrgico y, además, las grandes diferencias entre la media de tiempo de seguimiento de los que se operaron y de los que no se operaron reducen la capacidad de comparaciones válidas entre ambos grupos. Por otra parte, también la metodología del estudio fue criticada por la forma un tanto arbitraria e idiosincrásica de evaluar el bienestar de los sujetos. Tener pareja de hecho y cualquier forma de contacto con servicios psiquiátricos se puntuaba como factores igual de negativos que haber sido arrestado.[82]
En 2011, Cecilia Dhejne y colegas, del Karolinska Institute y la Universidad de Gotemburgo de Suecia, publicaron uno de los estudios más sólidos y bien diseñados para examinar la situación de las personas sometidas a cirugía de reasignación de sexo. Con el foco puesto en las tasas de mortalidad, morbilidad y criminalidad, el estudio de cohortes comparaba un total de 324 transexuales (191 HaM, 133 MaH) sometidos a reasignación de sexo entre 1973 y 2003 con dos grupos control emparejados por edad: personas con el mismo sexo de nacimiento del transexual y personas del sexo al que había sido reasignado el individuo.[83]
Teniendo en cuenta el número relativamente bajo de personas transexuales en la población general, el tamaño del estudio es impresionante. A diferencia de Meyer y Reter, Dhejne y colegas no intentaron evaluar la satisfacción del paciente después de la cirugía de reasignación de sexo, lo que hubiera requerido un grupo de control de personas transgénero que quisieran una cirugía de reasignación de sexo y no la hubieran recibido. Asimismo, el estudio no comparaba los resultados antes y después de la cirugía de reasignación de sexo, solo evaluaba los resultados tras la cirugía. Es necesario no perder de vista estas observaciones al analizar los hallazgos del estudio.
Dhejne y colegas descubrieron diferencias estadísticamente significativas en las dos cohortes para varias de las variables analizadas. Por ejemplo, los transexuales postcirugía tenían tres veces más riesgo de hospitalización psiquiátrica que los grupos control, incluso tras ajustar por tratamientos psiquiátricos previos (no obstante, el riesgo de hospitalización por consumo de drogas no era significativamente superior tras ajustar por tratamientos psiquiátricos previos, así como por otras covariables).[84] Los individuos con reasignación de sexo tenían cerca de tres veces más riesgo de mortalidad por cualquier causa tras ajustar las covariables, si bien ese riesgo superior solo era significativo para el periodo de 1973–1988.[85] Los que se sometieron a cirugía en esa época también presentaban un riesgo superior de reclusión por delitos.[86] Lo más alarmante de todo era que los individuos con reasignación de sexo tenían 4,9 más probabilidades de intentar suicidarse y 19,1 más de morir por suicidio que los del grupo control.[87] “La mortalidad por suicidio era extraordinariamente elevada en personas con reasignación de sexo, incluso después de ajustar por morbilidad psiquiátrica previa.”[88]
El diseño del estudio impide cualquier inferencia “sobre la efectividad de la reasignación de sexo como tratamiento para la transexualidad,” aunque Dhejne y colegas aseguran que tal vez “la situación hubiera podido ser incluso peor sin la reasignación de sexo.”[89] En conjunto, la salud mental postcirugía era bastante precaria, tal como puso de manifiesto la elevada tasa de intentos de suicidio y de mortalidad por todas las causas en el grupo de 1973–1988. Cabe destacar que, en el momento del estudio, para los transexuales sometidos a reasignación entre 1989 y 2003 obviamente se disponía de datos sobre un menor número de años que para los transexuales del periodo anterior. Las tasas de mortalidad, morbilidad y criminalidad de ese segundo grupo quizás reproduzcan, con el tiempo, los elevados riesgos del primer grupo. En resumen, este estudio apunta a que la cirugía de reasignación de sexo tal vez no corrija los malos resultados de salud mental que afectan a las poblaciones transgénero en general. Aun así, a causa de las limitaciones anteriormente citadas, el estudio tampoco permite establecer que la cirugía de reasignación de sexo sea la causa de esos malos resultados en salud.
En 2009, Annette Kuhn y colegas, del Hospital Universitario y la Universidad de Berna, en Suiza, examinaron la calidad de vida postcirugía de 52 transexuales HaM y 3 MaH quince años después de la reasignación de sexo.[90] En el estudio se observó una satisfacción general con la vida notablemente inferior en transexuales postcirugía que en mujeres sometidas al menos a una intervención pélvica en el pasado. Esos transexuales indicaban menor satisfacción con su calidad de salud general y con algunas de las limitaciones personales, físicas y sociales de la incontinencia que la cirugía les había provocado como efecto secundario. Nuevamente, a partir de este estudio no es posible hacer inferencias sobre la eficacia de la cirugía de reasignación de sexo debido a la ausencia de un grupo control de individuos transgénero no sometidos a cirugía de reasignación.
En 2010, Mohammad Hassan Murad y sus colegas de la Clínica Mayo publicaron una revisión sistemática de los estudios sobre los resultados de las terapias hormonales utilizadas en los procedimientos de reasignación de sexo, señalando que existía una “muy baja calidad de la evidencia” de que la reasignación de sexo a través de intervenciones hormonales “mejore la disforia de género, el funcionamiento psicológico y las comorbilidades, la función sexual y la calidad de vida en general.”[91] Los autores identificaron 28 estudios que examinaron conjuntamente a 1.833 pacientes que se sometieron a procedimientos de reasignación de sexo que incluían intervenciones hormonales (1.093 de hombre a mujer, 801 de mujer a ahombre).[92] La puesta en común de los datos de los estudios mostró que, después de recibir los procedimientos de reasignación de sexo, el 80% de los pacientes refirieron una mejoría en la disforia de género, el 78% refirió una mejoría en los síntomas psicológicos, y el 80% refirió una mejora en la calidad de vida.[93] En ninguno de los estudios se incluyó la aleatorización como factor limitante de sesgo (es decir, los procedimientos de reasignación de sexo en los estudios considerados no fueron asignados al azar a algunos pacientes, mientras se dejaba a otros fuera de los mismos). Y solo 3 esos 28 estudios incluyeron grupos control (es decir, que los pacientes que no recibieron el tratamiento fueron utilizados como controles).[94] La mayoría de los estudios examinados en la revisión de Murad y sus colegas “refirieron mejorías en la comorbilidad psiquiátrica y la calidad de vida, aunque notablemente las tasas de suicidio se mantuvieron más altos para los individuos que habían recibido tratamientos hormonales que para la población en general, a pesar de las reducciones en las tasas de suicidio después de los tratamientos.”[95] Los autores también encontraron que había algunas excepciones a los resultados de las mejoras en la salud mental y la satisfacción con los procedimientos de reasignación de sexo; en un estudio, 3 de 17 individuos se arrepintieron de padecer el procedimiento con 2 de estos 3 deseando revertirlo[96] y 4 de los estudios revisados refirieron un empeoramiento de la calidad de vida, incluyendo seguir con aislamiento social, falta de mejora en las relaciones sociales y dependencia de los programas de asistencia social del gobierno.[97]
Las evidencia científica analizada sugiere que seamos escépticos en cuanto a la afirmación de que los procedimientos de reasignación de sexo proporcionan los beneficios anhelados o resuelven los problemas subyacentes que contribuyen al elevado riesgo de problemas de salud mental entre la población transgénero. En paralelo a los esfuerzos por reducir el maltrato y la incomprensión, también debemos trabajar para estudiar y entender los factores que contribuyen a las elevadas tasas de suicidio y otros problemas de salud psicológica y conductual en la población transgénero, y evaluar más claramente cuáles son las opciones de que disponemos.