Esta traducción se ofrece como un servicio a nuestros lectores; la versión oficial de este informe, en Inglés, se puede encontrar aquí.
En comparación con la población en general, las subpoblaciones no heterosexual y transgénero presentan tasas superiores de problemas de salud mental, como ansiedad, depresión y suicidio, así como problemas sociales y de conducta, por ejemplo toxicomanía y violencia en la pareja. La justificación predominante en la literatura científica es el modelo de “estrés social”, que postula que los factores de índole social desencadenantes de estrés (como la estigmatización y la discriminación) cuando se aplican a los miembros de estas subpoblaciones son los responsables de las disparidades en los indicadores de salud mental. Los estudios muestran que, si bien es cierto que los factores de estrés social contribuyen a un riesgo superior de problemas relacionados con la salud mental entre estos colectivos, probablemente no explican por completo las disparidades.
Muchas de las cuestiones en torno a la orientación sexual y la llamada “identidad de género” siguen suscitando controversia entre los estudiosos de la materia. Sin embargo, existe consenso general en lo que respecta a las observaciones que constituyen el núcleo de esta Segunda Parte: que las subpoblaciones lesbiana, gay, bisexual y transgénero (LGBT) tienen un mayor riesgo, en comparación con la población general, de sufrir diversos problemas de salud mental. Menos claras están las causas de ese riesgo mayor y, por tanto, los posibles enfoques sociales y clínicos que pueden contribuir a aliviar la situación. En esta parte revisaremos algunos de los estudios que documentan ese mayor riesgo, centrándonos en aquellos que analizan datos obtenidos mediante una metodología contrastada y que son habitualmente citados en la literatura científica.
Actualmente contamos con un sólido y creciente corpus de estudios que estudian la relación entre la sexualidad o la conducta sexual y el estado de salud mental. En la primera mitad de esta Segunda Parte abordaremos la relación que tienen la identidad y la conducta sexual con los problemas psiquiátricos (tales como problemas del estado de ánimo, de ansiedad y de adaptación), el suicidio y la violencia en la pareja. En la segunda mitad estudiaremos las razones del elevado riesgo que tienen las poblaciones no heterosexual y transgénero de sufrir esos problemas y valoraremos lo que los estudios sociológicos indican acerca de una de las formas más extendidas de explicar estos riesgos: el modelo de estrés social. Como veremos, los factores de estrés social, como el acoso y la estigmatización, probablemente explican en parte ese elevado riesgo para la salud mental, pero no totalmente. Así pues, será necesario llevar a cabo más estudios a fin de comprender las causas y encontrar posibles soluciones para estas importantes cuestiones clínicas y de salud pública que afectan dolorosamente a muchas personas.
En primer lugar nos referiremos a las pruebas sobre la existencia de una relación estadística entre la identidad o la conducta sexual y los problemas de salud mental; pero antes de resumir los estudios más relevantes, sería conveniente mencionar los criterios empleados en la selección de los trabajos revisados. En un intento de condensar los hallazgos globales de un gran volumen de estudios, cada sección comienza con un resumen de los metanálisis más amplios y fiables (informes que recopilan y analizan datos estadísticos de la literatura científica publicada sobre un tema). En algunos campos no se ha llevado a cabo ningún metanálisis exhaustivo, y en ese caso nos hemos basado en los artículos de revisión que resumen la literatura científica sin proceder a análisis cuantitativos de los datos publicados. Además de esos resúmenes, también analizamos una reducida selección de estudios de particular valor por la metodología, el tamaño de la muestra, el control de factores de confusión o los métodos para operacionalizar conceptos como heterosexualidad u homosexualidad. Asimismo comentamos estudios clave que vieron la luz tras la publicación de los metanálisis o artículos de revisión que hayamos seleccionado.
Tal como se mostró en la Primera Parte, explicar los orígenes biológicos y psicológicos exactos del deseo y la conducta sexual es una ardua tarea científica que aún no se ha logrado completar de manera satisfactoria y que, probablemente, nunca se complete. No obstante, los investigadores pueden estudiar la correlación entre la conducta, atracción o identidad sexual y los indicadores de salud mental, aunque puedan haber diferencias (y, en efecto, a menudo las hay) en cómo cada una de ellas se relaciona con un problema de salud mental en particular. En este sentido, es imprescindible comprender la magnitud de los problemas de salud a los que se enfrentan las personas con una determinada conducta o atracción sexual para proporcionarles la atención que requieren cuando solicitan la ayuda de profesionales de la salud.
En un metanálisis de 2008, a partir de estudios sobre indicadores de salud mental en no heterosexuales, el profesor de psiquiatría del University College de Londres Michael King y colegas llegaron a la conclusión de que gais, lesbianas y bisexuales padecían un “mayor riesgo de conductas suicidas, problemas de salud mental y consumo y dependencia de drogas que los heterosexuales.”[1] Ese análisis de la literatura existente examinaba informes publicados entre enero de 1966 y abril de 2005 que incluían datos de 214.344 heterosexuales y 11.971 no heterosexuales. El gran tamaño de la muestra permitía a los autores hacer estimaciones con un alto grado de fiabilidad, tal como indicaban los intervalos de confianza relativamente pequeños.[2]
Reuniendo las ratios de riesgo que presentaban esos informes, los autores estimaron que lesbianas, gais y bisexuales tenían un riesgo 2,47 veces superior que los heterosexuales de intentar suicidarse a lo largo de su vida;[3] que tenían casi el doble de probabilidades de haber sufrido depresión en los 12 meses precedentes,[4] y que tenían aproximadamente 1,5 más probabilidades de trastornos de ansiedad.[5] Se observó, asimismo, que tanto hombres como mujeres no heterosexuales tenían un elevado riesgo de problemas de toxicomanía (probabilidad 1,51 veces superior), riesgo que era especialmente alto en mujeres no heterosexuales (3,42 veces más que las heterosexuales). Por su parte, en comparación con heterosexuales, los hombres no heterosexuales tenían un riesgo particularmente elevado de intento de suicidio: si hombres y mujeres no heterosexuales presentaban un riesgo 2,47 veces superior a lo largo de la vida, en hombres no heterosexuales esa proporción se elevaba a 4,28.[8]
Esos resultados se han replicado en otros estudios, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, y confirman un patrón uniforme que resulta alarmante. No obstante, en las estimaciones de mayor riesgo de otros problemas de salud mental existe una variación considerable en función de cómo definan los investigadores términos como “homosexual” o “no heterosexual.” En un trabajo de 2010, realizado por la profesora de enfermería y estudios de salud de la Northern Illinois University, Wendy Bostwick, y colegas, se analizaron las posibles relaciones entre la orientación sexual y los trastornos del estado de ánimo y ansiedad en hombres y mujeres que, o bien se definían como gais, lesbianas o bisexuales, o bien declaraban conductas sexuales con personas de su mismo sexo, o bien indicaban sentir atracción sexual hacia personas de su mismo sexo. El estudio utilizaba una gran muestra poblacional aleatoria de los Estados Unidos, con datos obtenidos en la edición de 2004-2005 del National Epidemiologic Survey on Alcohol and Related Conditions a partir de 34.653 entrevistas.[9] En esa muestra, el 1,4% de los participantes se identificaba como lesbianas, gais o bisexuales; un 3,4% declaraba una conducta sexual a lo largo de la vida con alguna relación homosexual; y un 5,8% indicaba sentir atracción no heterosexual.[10]
Las mujeres que se identificaban como lesbianas, bisexuales o “inseguras,” manifestaban mayores frecuencias de trastornos constantes de estado de ánimo que las que se definían como heterosexuales: la prevalencia era de un 44,4% en lesbianas, un 58,7% en bisexuales y un 36,5% en mujeres inseguras de su identidad sexual, frente al 30,5% observado en las heterosexuales. En lo que respecta a los trastornos de ansiedad se observó un patrón similar: las bisexuales fueron las que presentaron una mayor prevalencia, seguidas de las lesbianas y las inseguras, mientras que las heterosexuales presentaban la prevalencia más baja. También se examinaron los datos de las mujeres con una conducta o atracción sexual diferentes (pero no identidad): las que declaraban una conducta o atracción sexual tanto hacia hombres como hacia mujeres tenían un frecuencia más elevada de trastornos permanentes que las que indicaban una conducta o atracción sexual exclusivamente homosexual o heterosexual y, de hecho, las que declaraban una conducta o atracción sexual exclusivamente hacia el mismo sexo eran las que tenían las menores frecuencias de trastornos permanentes de estado de ánimo y ansiedad a lo largo de la vida.[11]
Los hombres que se declaraban gais tenían más del doble de prevalencia de trastornos permanentes del estado de ánimo a lo largo de la vida que los que se definían como heterosexuales (42,3% frente a 19,8%) y duplicaban ampliamente la frecuencia de problemas de ansiedad en la vida (41,2% frente a 18,6%), mientras que los que se identificaban como bisexuales tenían una prevalencia ligeramente inferior de problemas del estado de ánimo (36,9%) y problemas de ansiedad (38,7%) que los gais. Al evaluar la atracción o conducta sexual de los hombres, los que habían declarado una atracción sexual “principalmente hacia hombres” o una conducta sexual “tanto con mujeres como con hombres” mostraban la mayor prevalencia de problemas permanentes del estado de ánimo y de ansiedad a lo largo de la vida, en comparación con el resto de grupos, mientras que los que declaraban una atracción o conducta exclusivamente heterosexual presentaban la prevalencia más baja de todos los grupos.
Otros estudios han determinado que las poblaciones no heterosexuales, además de los problemas de salud mental, sufren mayor riesgo de problemas físicos. En un trabajo llevado a cabo en 2007 por la profesora de epidemiología de UCLA Susan Cochran y colegas se analizaron los datos de 2.272 adultos incluidos en California Quality of Life Survey. El objetivo de este estudio era valorar posibles relaciones entre la orientación sexual y el estado de salud físico, las patologías médicas y las discapacidades manifestados por los participantes, así como el malestar psicológico entre lesbianas, gais, bisexuales y los que definieron como “heterosexuales con experiencia homosexual.”[12] Si bien este estudio, al igual que la mayoría, presentaba ciertas limitaciones al utilizar como parámetro la autoevaluación del estado de salud que hacían los propios participantes, tenía también algunas virtudes: estudiaba una muestra poblacional; cuantificaba por separado los aspectos de identidad y conducta en la orientación sexual, y controlaba los parámetros de grupo étnico, educación, estado civil e ingresos familiares, entre otros.
Si bien los autores del estudio observaron una serie de problemas médicos que parecían tener mayor prevalencia entre los no heterosexuales, tras ajustarse los factores demográficos que podían generar confusión, el único grupo con una prevalencia considerablemente superior de problemas físicos –aparte del VIH– eran las mujeres bisexuales, que presentaban una mayor probabilidad de sufrir problemas de salud que las heterosexuales. En consonancia con el estudio de 2010 de Bostwick y colegas, lesbianas, mujeres bisexuales, gais y hombres heterosexuales con experiencia homosexual declaraban las mayores frecuencias de estrés psicológico, tanto antes como después de ajustar por los factores de confusión demográficos. En hombres, los que se declaraban gais o heterosexuales con experiencia homosexual manifestaron las frecuencias más altas de diversos problemas de salud.
A partir de esa misma encuesta (California Quality of Life Survey), un estudio de 2009 de la profesora de psiquiatría y salud del comportamiento de UCLA, Christine Grella, y colegas (entre ellos, Cochran) analizaba la relación entre la orientación sexual y el hecho de recibir tratamiento por consumo de sustancias o problemas mentales.[13] Para ello, utilizaron una muestra poblacional, con una sobrerrepresentación de las minorías sexuales que permitiera una mayor potencia estadística para detectar diferencias entre grupos. El uso de tratamientos se clasificaba en función de si los participantes respondían haberlos recibido o no, por “problemas emocionales, de salud mental, de alcoholismo o de otras drogas” en los 12 meses anteriores. La orientación sexual se operacionalizó mediante una combinación de “historial de conductas” y “autodefinición del individuo.” Por ejemplo, agruparon como “gais/bisexuales” o “lesbianas/bisexuales” tanto a quienes se declaraban gais, lesbianas o bisexuales como a quienes indicaban haber tenido una conducta sexual con personas del mismo sexo. Se observó que las mujeres lesbianas y las bisexuales tenían mayores probabilidades de haber recibido un tratamiento médico, seguidas por los gais y los hombres bisexuales, las mujeres heterosexuales y los hombres heterosexuales, que fue el grupo que indicó un menor uso de tratamientos médicos. En conjunto, las personas LGB que declaraban haber recibido un tratamiento médico en los 12 meses anteriores al estudio eran más del doble que los heterosexuales (48,5% frente a 22,5%). El resultado fue similar en hombres y en mujeres: 42,5% de hombres homosexuales frente al 17,1% de heterosexuales decían haberlo recibido, y un 55,3% de las lesbianas y mujeres bisexuales frente a un 27,1% de las heterosexuales (Bostwick y colegas habían detectado que entre las mujeres que manifestaban atracción y conductas exclusivamente hacia personas del sexo opuesto había una menor prevalencia de problemas de estado de ánimo y ansiedad que entre las mujeres heterosexuales; esta diferencia en los resultados podría deberse a que Grella y colegas incluyeron en un mismo grupo a las mujeres que se identificaban como lesbianas, a las que se definían como bisexuales y a las que declaraban una conducta sexual con personas del mismo sexo.)
Un estudio de 2006 del profesor de psiquiatría de la Universidad de Columbia Theodorus Sandfort y colegas analizó una muestra poblacional representativa procedente de la segunda encuesta Dutch National Survey of General Practice, realizada en Holanda en 2001, para estudiar el vínculo entre la orientación sexual y el estado de salud que declaraban los 9.511 participantes, de los cuales el 0,9% se definían como bisexuales y el 1,5%, como gais o lesbianas.[14] Para operacionalizar la orientación sexual, los investigadores preguntaron a los participantes su preferencia sexual en una escala de 5 puntos: exclusivamente mujeres, predominantemente mujeres, indistintamente hombres y mujeres, predominantemente hombres, exclusivamente hombres. Solo los que declararon una preferencia indistinta hacia hombres y mujeres se clasificaron como bisexuales, mientras que los hombres que indicaban una preferencia predominante por mujeres y las mujeres que indicaban preferencia por hombres, fueron clasificados como heterosexuales. En el estudio se observó que los participantes gais, lesbianas y bisexuales declararon un mayor número de problemas agudos de salud mental y una peor salud mental general que los heterosexuales. No obstante, los resultados en salud física eran heterogéneos: gais y lesbianas manifestaron más síntomas físicos agudos (como dolor de cabeza, dolor de espalda o dolor de garganta) en los 14 días anteriores al estudio, pero no declararon sufrir dos o más de esos síntomas en mayor proporción que los heterosexuales.
Los gais y las lesbianas tenían mayores probabilidades de declarar problemas crónicos de salud, aunque los hombres bisexuales (es decir, los que indicaron una preferencia sexual idéntica por hombres y mujeres) presentaban una probabilidad menor de manifestarlos; por su parte, en las mujeres bisexuales esta probabilidad no era mayor que en las heterosexuales. Los investigadores no observaron una relación estadística significativa entre orientación sexual y estado de salud física general. Una vez controlados los posibles factores de confusión que generaban los problemas mentales en las declaraciones de problemas físicos, los investigadores descubrieron que desaparecía el efecto estadístico detectado entre el manifestar una preferencia sexual gay o lésbica y las patologías físicas crónicas y agudas, si bien este efecto se mantenía en el caso de la preferencia bisexual.
El estudio de Sandfort definía la orientación sexual en términos de preferencia o atracción, sin hacer referencia a la conducta ni a la autodefinición de los sujetos. Esto plantea problemas para comparar sus resultados con los de otros estudios que operacionalizan la orientación sexual de forma diferente. Así, por ejemplo, es difícil comparar los hallazgos de este estudio referentes a bisexuales (definidos como hombres o mujeres que declaran una preferencia sexual indistinta hacia hombres y mujeres) con los de otros estudios con parámetros como “individuos heterosexuales con experiencia homosexual” o personas “inseguras” acerca de su identidad sexual. Como en la gran mayoría de este tipo de estudios, la valoración del estado de salud era una autoevaluación del propio individuo, lo que podría restar algo de fiabilidad a los resultados. No obstante, el estudio tenía diversas virtudes: empleaba una amplia muestra representativa de la población holandesa en lugar de las muestras de conveniencia que en ocasiones se utilizan en este tipo de estudios y, además, esa muestra incluía un número suficiente de gais y lesbianas como para que los datos pudieran tratarse en grupos separados en el análisis estadístico. Solo tres individuos declararon ser seropositivos, por lo que eso no parecía ser un factor de confusión potencial (aunque es posible que no todos los sujetos declararan esa condición de seropositividad).
En nuestro intento de reunir los hallazgos en este campo, citaremos también el informe The Health of Lesbian, Gay, Bisexual, and Transgender People[15]de 2011 del Institute of Medicine (IOM). Ese informe es una amplia revisión de la literatura científica que menciona cientos de estudios que analizan el estado de salud de las poblaciones LGBT. Los autores son científicos con amplia experiencia en la materia, aunque nos hubiera gustado una mayor implicación de expertos en psiquiatría. El informe analiza los resultados obtenidos sobre salud mental y física en la infancia, en la adolescencia, en la adultez temprana y media y en la adultez tardía. En línea con otros estudios anteriormente citados, este informe revisa las pruebas que muestran que, en comparación con los jóvenes heterosexuales, los LGB tienen mayor riesgo de depresión así como de intentos de suicidio e ideaciones suicidas. Tienen, además, mayores probabilidades de sufrir violencia y acoso y de vivir en la indigencia. Los individuos LGB en las fases inicial e intermedia de la edad adulta son más proclives a problemas del estado de ánimo y de ansiedad, depresión, ideaciones suicidas e intentos de suicidio.
El informe del IOM muestra que, al igual que los jóvenes LGB, los adultos de ese colectivo (y, más particularmente, las mujeres) parecen ser más propensos que los heterosexuales a fumar, consumir o abusar del alcohol y de otras drogas. El informe cita un estudio[16] en el que se observó que los que se identificaban como no heterosexuales recurrían con mayor frecuencia a los servicios de salud mental que los heterosexuales, y otro estudio,[17] en el que se detectó que las lesbianas utilizaban los servicios de salud mental en mayor proporción que las heterosexuales.
El informe del IOM destacaba que “hay más estudios enfocados a hombres gay y lesbianas que a las poblaciones bisexual y transgénero.”[18] Los relativamente escasos estudios enfocados al colectivo transgénero muestran unas frecuencias elevadas de problemas mentales, pero el uso de muestras no probabilísticas y la falta de controles no transgénero ponen en cuestión la validez de los mismos para fines comparativos.[19] Si bien algunos trabajos han señalado que el uso de tratamientos hormonales puede estar relacionado con los resultados de mala salud física entre la población transgénero, el informe destaca que las investigaciones relacionadas han tenido un carácter “limitado” y que “no se han llevado a cabo ensayos clínicos sobre la materia”[20] (los problemas de salud de la comunidad transgénero se analizan más adelante en esta Parte, así como también en la Tercera).
El informe del IOM asegura que las pruebas de que las poblaciones LGBT tienen mayores problemas de salud física y mental no son del todo concluyentes. Para corroborar esa afirmación, el informe del IOM cita un estudio de 2001[21] sobre salud mental en 184 parejas de hermanas, de las cuales una era lesbiana y la otra heterosexual. El estudio descubrió que no existían diferencias significativas en las frecuencias de problemas de salud mental, y observó una autoestima notablemente superior entre las lesbianas. El informe del IOM cita, asimismo, un estudio de 2003[22] que no detectaba diferencias notables entre hombres heterosexuales y gais o bisexuales en lo referente a felicidad general, percepción del propio estado de salud y satisfacción laboral. Aun reconociendo estas salvedades, así como la existencia de estudios que no refrendan esa tendencia general, lo cierto es que la inmensa mayoría de estudios citados en el informe apuntan a un riesgo generalmente superior de peor salud mental entre las poblaciones LGBT en comparación con las heterosexuales.
La asociación entre orientación sexual y suicidio cuenta con un fuerte respaldo científico. Ese vínculo merece una especial atención, ya que, entre todos los riesgos de salud mental, el riesgo de suicidio es el más preocupante, en parte porque las pruebas que lo corroboran son sólidas y persistentes, y en parte porque el suicidio es un suceso desolador y trágico para la persona, los familiares y la comunidad. Una mejor comprensión de los factores de riesgo de suicidio nos permitiría, en un sentido bastante literal, salvar vidas.[23]
La socióloga y experta en suicidio Ann Haas y colegas publicaron en 2011 un amplio artículo de revisión a partir de los resultados de la conferencia de 2007 auspiciada por la Gay and Lesbian Medical Association, la American Foundation for Suicide Prevention y el Suicide Prevention Resource Center.[24] En la revisión, Hass y su equipo también incluyeron diversos estudios presentados con posterioridad a esa conferencia. Para los fines de dicho informe, los autores definían la orientación sexual como “autoidentificación sexual, conducta sexual y atracción o fantasía sexual.”[25]
Haas y colegas comprobaron que los datos disponibles corroboraban suficientemente el vínculo entre la orientación homosexual o bisexual y los intentos de suicidio. Los autores indicaban que los estudios poblacionales entre adolescentes de Estados Unidos, llevados a cabo desde 1990, apuntaban a que los intentos de suicidio eran entre dos y siete veces más probables en estudiantes de secundaria que se identificaban como LGB, siendo la orientación sexual un factor de predicción más poderoso en chicos que en chicas. Asimismo, revisaron datos de Nueva Zelanda que señalaban que los individuos LGB tenían seis veces más probabilidades de haber intentado suicidarse. También citaban estudios de salud en hombres estadounidenses y en hombres y mujeres neerlandeses que mostraban una relación entre conducta homosexual y mayor riesgo de intento de suicidio. Los estudios citados en el informe señalan que las lesbianas y las bisexuales, en promedio, tenían más probabilidades de ideaciones suicidas; que los hombres gay o bisexuales tenían, en promedio, más probabilidades de intentar suicidarse; y que los intentos de suicidio a lo largo de la vida entre los no heterosexuales eran más frecuentes en hombres que en mujeres.
Al analizar los trabajos que abordaban las frecuencias de problemas mentales en relación con las conductas suicidas, Haas y colegas discutieron un estudio de Nueva Zelanda[26] según el cual los gais que declaraban intentos de suicidio tenían mayores frecuencias de depresión, ansiedad y trastornos de conducta. Por otra parte, diversos estudios de salud a gran escala señalaban que entre la subpoblación LGB las frecuencias de consumo de drogas eran un tercio más altas. En conjunto, los estudios de todo el mundo mostraban unas frecuencias de problemas mentales y toxicomanía un 50% mayores entre quienes, en las encuestas, se autodefinían como lesbianas, gais o bisexuales. Las mujeres lesbianas y las bisexuales presentaban mayores niveles de consumo de drogas mientras que los hombres gais y bisexuales tenían mayores frecuencias de depresión y ataques de pánico.
Haas y colegas analizaron, asimismo, las poblaciones transgénero y destacaron que, aunque es escasa la información disponible sobre suicidios en este colectivo, los estudios existentes indican un drástico aumento del riesgo de cometer suicidio (procedemos aquí a citar estos hallazgos que, sin embargo, se examinaran con mayor detalle en la Tercera Parte). Un estudio clínico de 1997[27] estimó que existía un elevado riesgo de suicidio entre los transexuales “de hombre a mujer” que seguían una terapia hormonal en los Países Bajos, pero no detectó diferencias significativas en la mortalidad global. En una revisión internacional llevada a cabo en 1998 sobre 2.000 personas sometidas a cirugía de reasignación de sexo se detectaron 16 posibles suicidios, una “tasa alarmantemente alta de 800 suicidios por cada 100.000 transexuales en fase postoperatoria.”[28] En un estudio de 1984, una muestra clínica de personas transgénero que solicitaban cirugía de reasignación presentaba unas tasas de intento de suicidio de entre el 19% y el 25%.[29] Y un gran muestreo del año 2000 con 40.000 voluntarios, mayoritariamente estadounidenses que completaron una encuesta por Internet, indicaba que las personas transgénero manifestaban mayores tasas de intentos de suicidio que cualquier otro grupo, con excepción de las lesbianas.[30]
Finalmente, la revisión de Haas y colegas apuntaba a que no estaba claro qué aspectos de la sexualidad (identidad, atracción o conducta) estaban más estrechamente vinculados al riesgo de conductas suicidas. Los autores citaban un estudio de 2010[31] en el que los adolescentes que se identificaban como heterosexuales pero que, a su vez, indicaban una conducta o atracción hacia personas del mismo sexo, no tenían frecuencias superiores de suicidio que el resto de los que se autodefinían como heterosexuales. Asimismo, citaban la gran encuesta nacional entre adultos estadounidenses llevada a cabo por Wendy Bostwick y colegas (ya citada anteriormente)[32] según la cual los problemas de estado de ánimo y ansiedad (factores clave en las conductas suicidas) estaban más estrechamente relacionados con la autoidentidad que con la conducta o atracción sexual, especialmente en mujeres.
Más recientemente, el psicólogo clínico austríaco Martin Plöderl y colegas presentaron una revisión crítica de los estudios existentes sobre riesgo de suicidio y orientación sexual.[33] Esta revisión rechaza diversas hipótesis elaboradas para justificar el mayor riesgo de suicidio entre los no heterosexuales, incluyendo los sesgos de la autoevaluación y la imposibilidad de cuantificar con precisión los intentos de suicidio. La revisión defiende que las mejoras metodológicas en los estudios realizados desde 1997 han proporcionado grupos de control, una mejor representatividad de las muestras a estudio y una mayor claridad a la hora de definir intento de suicidio y orientación sexual.
La revisión menciona un estudio de 2001[34] de Ritch Savin-Williams, profesor de patología del desarrollo en Cornell University, en el que no se observó ninguna diferencia estadísticamente significativa entre jóvenes heterosexuales y LGB tras eliminar informes falsos positivos de intentos de suicidio y culpando al “guión aprendido de ‘ser personas que padecen tendencias al suicidio’” como causa de la mayor verbalización de conductas suicidas entre los jóvenes gais. Plöderl y colegas defienden, en cambio, que la observación en el estudio de Savin-Williams de que no había una diferencia estadísticamente significativa entre las frecuencias de suicidio de jóvenes LGB y heterosexuales podría atribuirse al reducido tamaño de la muestra, que le confería una potencia estadística limitada,[35] señalando, además, que los trabajos posteriores no han reproducido ese resultado. Otros estudios posteriores que utilizaban cuestionarios o entrevistas y que presentaban definiciones más estrictas de intento de suicidio han arrojado frecuencias considerablemente mayores de estas conductas entre los no heterosexuales. Algunos estudios a gran escala realizados en jóvenes indican que cuanto más serio sea el intento de suicidio de los sujetos, mayor es la probabilidad de que estos declaren conductas suicidas.[36] Por último, según Plöderl y colegas, comparando los resultados de los cuestionarios con los de las entrevistas clínicas, se observa que los jóvenes homosexuales tienen menor tendencia a exagerar los intentos de suicidio que los jóvenes heterosexuales.
Plöderl y colegas concluían que, entre los pacientes psiquiátricos, las poblaciones de homosexuales y bisexuales están sobrerrepresentadas en lo que se refiere a “intentos serios de suicidio” y que la orientación sexual es uno de los factores más determinantes de predicción del suicidio. Análogamente, en estudios poblacionales no clínicos se observa que la condición de no heterosexual es uno de los factores predictivos más importantes para los intentos de suicidio. Los autores señalan:
Una comparación sumamente exhaustiva de estudios internacionales, tanto publicados como inéditos, sobre el vínculo entre intento de suicidio y orientación sexual, usando diferentes metodologías ha arrojado unos resultados muy uniformes: casi en todos los estudios se observó una mayor incidencia de intentos de suicidio declarados entre las minorías sexuales.[37]
Reconociendo los retos que plantea cualquier estudio de esta índole, los autores señalan que “el problema principal sigue siendo dónde trazar la línea entre orientación heterosexual y no heterosexual.”[38]
En 1999 Richard Herrell y colegas estudiaron 103 parejas masculinas de gemelos de mediana edad inscritas en el Vietnam Era Twin Registry de Hines (Illinois) buscando aquellas en las que uno de los gemelos, pero no el otro, declaraba haber tenido al menos una pareja sexual masculina después de los 18 años.[39] El estudio establecía diversos parámetros para las tendencias suicidas y controlaba posibles factores de confusión estadística, como el abuso de sustancias o la depresión, y descubrió una “prevalencia considerablemente superior de síntomas relacionados a conductas suicidas a lo largo de la vida” en los gemelos que habían tenido relaciones con hombres que en los gemelos que no las habían tenido, independientemente de potenciales factores de confusión estadística como el abuso de drogas o alcohol.[40] Aunque se trataba de un grupo relativamente pequeño y se basaba en la declaración de los propios sujetos acerca de una conducta homosexual o de pensamientos o conductas suicidas, el estudio se distinguía por el uso de una muestra probabilística (que elimina posibles sesgos de selección) y por utilizar el método de control del co-gemelo (reduciendo así los efectos de la genética, la edad, la raza, etc.). El estudio se centraba en hombres de mediana edad, por lo que no está claro cuáles puedan ser sus implicaciones en adolescentes.
En un estudio de 2011, Robin Mathy y colegas analizaron el impacto de la orientación sexual en las tasas de suicidio de Dinamarca durante los 12 años posteriores a la legalización del registro de uniones homosexuales en el país (RUH), utilizando los datos de los certificados de defunción expedidos entre 1990 y 2001 y de estimaciones del censo de población danés.[41] Los investigadores observaron que la tasa de suicidio ajustada por edad en hombres inscritos en el RUH multiplicaba casi por ocho la de hombres en matrimonios heterosexuales y casi duplicaba la de hombres que nunca se habían casado. En mujeres, estar inscritas en el RUH tenía un efecto reducido y estadísticamente no significativo para el riesgo de muerte por suicidio. Los autores aventuraban que el impacto del VIH en la salud de los gais podría haber contribuido a esa diferencia de resultados entre hombres y mujeres. El estudio presenta limitaciones, ya que la inscripción en el RUH es una medida indirecta de la orientación o conducta sexual, y no incluye a gais y lesbianas no inscritos como parejas; por otra parte, el estudio también excluye a individuos menores de 18 años. Por último, el número absoluto de individuos inscritos en aquel momento o en el pasado en el RUH era relativamente pequeño, lo que podría limitar las conclusiones del estudio.
El profesor de pediatría Gary Remafedi y colegas publicaron un estudio en 1991 que analizaba a 137 hombres entre los 14 y los 21 años de edad que se autodefinían como gais (88%) o bisexuales (12%). Remafedi y colegas intentaron, con un diseño de estudio de casos y controles, analizar qué factores eran más predictivos del suicidio en esta población.[42] Comparados con los que no habían intentado suicidarse, los que sí lo habían hecho mostraban una probabilidad significativamente mayor de: etiquetarse e identificarse públicamente como bisexuales u homosexuales a edades más tempranas, denunciar abusos sexuales y declararse consumidores de drogas ilegales. Los autores señalaban que la probabilidad de un intento de suicidio “disminuía al avanzar la edad en la que el sujeto se había autodefinido como bisexual u homosexual.” Más concretamente, “con cada año que se retrasaba esa autodefinición, las probabilidades de intentar suicidarse se reducían un 80%.”[43] Este estudio presenta limitaciones, ya que utiliza una muestra no probabilística relativamente reducida, pero los autores señalan que su resultado concuerda con sus anteriores hallazgos[44] sobre la existencia de una relación inversa entre problemas psicosociales y la edad en que uno se identifica como homosexual.
En un estudio de 2010, Plöderl y colegas presentaron los intentos de suicidio declarados de 1.382 adultos austríacos para confirmar la existencia de pruebas de que homosexuales y bisexuales estaban en mayor riesgo.[45] Para afinar los resultados, los autores establecieron definiciones más rigurosas de “intento de suicidio” y evaluaron múltiples dimensiones de la orientación sexual, diferenciando entre fantasías sexuales, parejas preferidas, autodefinición, conducta sexual reciente y conducta sexual a lo largo de la vida. El estudio indicaba un mayor riesgo de intentos de suicidio entre las minorías sexuales en todas las dimensiones de la orientación sexual. En mujeres, el incremento de riesgo era mayor en las que tenían una conducta sexual homosexual; en hombres, era mayor en los que habían tenido una conducta homosexual y bisexual en los doce meses anteriores y en los que se autodefinían como homosexuales o bisexuales. Los que se mostraban inseguros de su identidad sexual presentaban el mayor porcentaje de intentos de suicidio (44%), si bien se trataba de un grupo pequeño que incluía a menos del 1% de los participantes.
Un metaanálisis realizado en 2016 por el estudiante de post grado Travis Salway Hottes de la Universidad de Toronto y sus colaboradores, combinaron datos de treinta estudios transversales sobre los intentos de suicidio que en conjunto incluyeron 21.201 adultos de las minorías sexuales.[46] Estos estudios utilizaron un muestreo con base poblacional o comunitario. Debido a que cada método de muestreo tiene sus propias fortalezas y posibles sesgos,[47] los investigadores quisieron examinar por separado las diferencias en las tasas de intentos de suicidio entre los dos tipos de muestreo. Los encuestados LGB de las encuestas con base poblacional, el 11% refirió haber intentado suicidarse al menos una vez, en comparación con el 4% de los encuestados heterosexuales a estas encuestas.[48] De los LGB que respondieron a las encuestas con base comunitaria, el 20% refirió haber intentado suicidarse.[49] El análisis estadístico mostró que la diferencia en los métodos de muestreo representó el 33% de la variación en las cifras de suicidio arrojados por los estudios.
Las investigaciones sobre sexualidad y riesgo de suicidio apuntan a que los que se identifican como gais, lesbianas, bisexuales o transgénero, o los que sienten atracción hacia personas del mismo sexo o tienen una conducta sexual homosexual, se encuentran en riesgo considerablemente superior de ideaciones suicidas, intentos de suicidio y suicidios consumados. En un apartado posterior de esta Segunda Parte, que trata sobre el modelo de estrés social, analizaremos y plantearemos interrogantes sobre un grupo de argumentos esgrimidos para justificar esos resultados. Dadas las trágicas consecuencias de una información inadecuada o incompleta sobre estas cuestiones y su efecto en las políticas públicas y de atención clínica, se necesita con urgencia realizar más estudios que permitan aclarar las razones del elevado riesgo de suicidio entre las minorías sexuales.
Diversos estudios han analizado las diferencias de frecuencias de violencia en las parejas íntimas (VPI) del mismo sexo y en parejas de sexos opuestos. La literatura científica estudia la violencia de la pareja íntima tanto desde la frecuencia de víctimas de VPI (los que sufren violencia a manos de su pareja) como de la frecuencia de perpetradores de VPI (los que ejercen violencia hacia su pareja). Además de la violencia física y sexual, algunos estudios también analizan en particular uno de los componentes de la VPI, es decir la violencia psicológica, que conlleva ataques verbales, amenazas y otras formas similares de abusos. El grueso de los estudios apunta a que la frecuencia de violencia de la pareja íntima es considerablemente superior en parejas del mismo sexo.
En 2014, la investigadora de la London School of Hygiene and Tropical Medicine Ana Buller y colegas, llevaron a cabo una revisión sistemática de 19 estudios (con un metaanálisis de 17 de ellos) que analizaba el vínculo entre la violencia de la pareja íntima y salud en hombres que mantienen relaciones sexuales con hombres.[50] Tras sumar los datos disponibles, observaron que la prevalencia combinada de VPI a lo largo de la vida era de un 48% (las estimaciones de los estudios eran bastante heterogéneas y oscilaban entre el 32% y el 82%). En el caso de VPI en los cinco años previos, la prevalencia combinada era de un 32% (con estimaciones entre el 16% y el 51%). Ser víctima de VPI se asociaba a frecuencias superiores de consumo de drogas (odds ratio combinada de 1,9), a ser seropositivo (odds ratio combinada de 1,5) y a frecuencias superiores de padecer síntomas depresivos (odds ratio combinada de 1,5). Ser agresor en la VPI estaba también asociado a frecuencias superiores de consumo de drogas (odds ratio combinada de 2,0). Una limitación importante de este metanálisis era que el número de estudios que incluía era relativamente pequeño. Además, la heterogeneidad de los resultados de los estudios podría ser un factor que limitase la precisión del metanálisis. Por último, la mayoría de los estudios revisados empleaban muestras de conveniencia en lugar de muestras probabilísticas y utilizaban la palabra “pareja” sin distinguir entre relaciones duraderas y encuentros esporádicos.
Las psicólogas inglesas Sabrina Nowinski y Erica Bowen llevaron a cabo, en 2012, una revisión de 54 estudios sobre la prevalencia y correlación entre ser víctima de violencia de pareja íntima entre hombres gay y heterosexuales.[51] Los estudios mostraban una frecuencia de sufrir VPI en gais de entre el 15% y el 51%. En la revisión se indicaba que, en comparación con los heterosexuales, “al parecer los gais sufren una mayor violencia de pareja íntima de tipo sexual y global, ligeramente menos violencia física y niveles similares de violencia psicológica.”[52] Los autores también señalaban que, según las estimaciones de prevalencia de violencia de la pareja íntima en los 12 meses anteriores al estudio, los gais “habían sufrido menos violencia física, psicológica y sexual” que los heterosexuales, si bien la relativa falta de estimaciones para periodos de 12 meses puede implicar que ese resultado no sea fiable. Los autores señalaban que “uno de los hallazgos más preocupantes es la prevalencia de fuertes coerciones y abusos sexuales en las relaciones masculinas del mismo sexo,”[53] para lo cual citaban un estudio de 2005[54] sobre violencia de la pareja íntima en gais seropositivos. Nowinski y Bowen descubrieron un vínculo entre la condición de ser seropositivos y padecer la violencia de la pareja íntima tanto en las relaciones gay como en las heterosexuales. Una limitación importante en su revisión es que muchos de los estudios analizados sobre violencia en parejas del mismo sexo se basaban en pequeñas muestras de conveniencia.
Catherine Finneran y Rob Stephenson, de Emory University, llevaron a cabo en 2012 una revisión sistemática de 28 estudios sobre violencia de la pareja íntima en hombres que tienen relaciones sexuales con hombres.[55] Todos los estudios de la revisión ofrecían unas tasas de violencia en gais similares o superiores a las de todas las mujeres, independientemente de su orientación sexual. Los autores concluyeron que “las nuevas pruebas aquí analizadas demuestran que la violencia de la pareja íntima (ya sea psicológica, física o sexual) tiene tasas alarmantes en las relaciones entre hombres.”[56] Padecer violencia física se denunciaba más a menudo, con frecuencias que oscilaban entre el 12% y el 45%.[57] La frecuencia de sufrir violencia sexual fluctuaba entre el 5% y el 31% y 9 de los 19 estudios mostraban frecuencias superiores al 20%. Padecer violencia psicológica aparecía en seis estudios, con frecuencias entre el 5% y el 73%.[58] En ocho estudios se indicaba la existencia de agresiones físicas, con frecuencias del 4% al 39%. La agresión sexual oscilaba entre el 0,7% y el 28% y cuatro de los cinco estudios revisados indicaban frecuencias de un 9% o superiores. Tan solo un estudio cuantificaba la agresión psicológica, con una prevalencia estimada del 78%. La falta de un diseño uniforme en los estudios analizados (por ejemplo, existían ciertas diferencias en la definición exacta de violencia de la pareja íntima, en las correlaciones de violencia de pareja analizadas y en los periodos de recuerdo usados para cuantificarla) hace imposible estimar la prevalencia combinada, algo que resultaría de gran utilidad dada la falta de una muestra probabilística nacional.
Un estudio de 2013 de Naomi Goldberg y Ilan Meyer, de UCLA, recurría a una gran muestra probabilística de casi 32.000 individuos del California Health Interview Survey para evaluar las diferencias en violencia de la pareja íntima entre diferentes cohortes: heterosexuales; gais, lesbianas y bisexuales que se autodefinían como tales; hombres que mantenían relaciones sexuales con hombres pero no se identificaban como gais o bisexuales, y mujeres que tenían relaciones sexuales con mujeres pero no se identificaban como lesbianas o bisexuales.[59] Los tres grupos LGB presentaban una mayor prevalencia de VPI que los heterosexuales durante el año anterior y a lo largo de la vida, pero la diferencia era solo estadísticamente significativa en el caso de las bisexuales y los gais. Las bisexuales tenían mayores probabilidades de sufrir VPI en su vida (52% de las bisexuales frente al 22% de las heterosexuales y el 32% de las lesbianas) y de haberla padecido durante el año precedente (27% de las bisexuales frente al 5% de las heterosexuales y 10% de las lesbianas). En hombres, los tres grupos no heterosexuales mostraban mayores frecuencias de VPI durante el año precedente y a lo largo de la vida, si bien solo era estadísticamente significativa en gais, que tenían mayores probabilidades de sufrir violencia de la pareja íntima a lo largo de su vida (27% de los gais frente al 11% de los heterosexuales y el 19,6% de bisexuales) y durante el año precedente (12% de los gais frente al 5% de heterosexuales y el 9% de bisexuales). Los autores también analizaron si el consumo compulsivo de alcohol y el malestar psicológico podían explicar la mayor prevalencia de de violencia de la pareja íntima en gais y mujeres bisexuales, pero, tras un control de esas variables, observaron que no era el caso. El estudio presenta limitaciones debido a que no se controlaron, ni estadísticamente ni por otros medios, por diversas variables psicológicas que podían generar confusión estadística (aparte del abuso de alcohol y el malestar psicológico) que podrían ser explicaciones alternativas de esos resultados.
Para calcular la prevalencia de víctimas de maltrato en parejas gay, el investigador del centro de prevención del SIDA Gregory Greenwood y colegas llevaron a cabo en 2002 un estudio a partir de entrevistas telefónicas realizadas entre 1996 y 1998 en una muestra probabilística de 2,881 hombres de cuatro ciudades que tenían relaciones sexuales con hombres (HSH).[60] De los entrevistados, un 34% declaró haber sufrido abusos psicológicos; un 22%, abusos físicos, y un 5%, abusos sexuales. En total, un 39% indicaba ser víctima de algún tipo de maltrato y un 18% denunciaba más de un tipo en los 5 años anteriores al estudio. Los hombres de menos de 40 años tenían ostensiblemente más probabilidades de declarar malos tratos que los de más de 60. Los autores concluyeron que “la prevalencia de agresiones en el seno de las relaciones de pareja era muy alta” entre los hombres de la muestra y que, dado que las frecuencias a lo largo de la vida son habitualmente mayores que las que se recuerdan en los cinco años previos, “es probable que una cifra considerablemente superior de HSH (“Hombres que tienen relaciones sexuales con hombres”) que de heterosexuales haya sido víctima de maltrato a lo largo de su vida.”[61] Asimismo, la prevalencia de maltrato físico en un lapso de 5 años entre los sujetos de esta muestra urbana de HSH era “notablemente superior” que la tasa anual de violencia grave (3%) o violencia total (12%) observada en una muestra representativa de mujeres heterosexuales que convivían con hombres, lo que apunta a que las estimaciones de víctimas de maltrato físico en HSH de este estudio “son mayores o comparables a las declaradas por las heterosexuales.”[62] Este estudio presentaba ciertas limitaciones ya que utilizaba una muestra de cuatro ciudades y, por tanto, no está claro que los resultados puedan extrapolarse correctamente a un contexto no urbano.
La literatura científica sobre indicadores de salud mental en el colectivo transgénero es más limitada que los estudios sobre esa materia en las poblaciones LGB. Puesto que los que se definen como transgénero constituyen una fracción muy reducida de la población, resulta difícil, si no imposible, llevar a cabo grandes encuestas y estudios poblacionales. No obstante, los estudios disponibles, aun siendo limitados, señalan con rotundidad que las personas transgénero presentan un mayor riesgo de sufrir problemas de salud mental. Al parecer, las frecuencias de trastornos concurrentes por abuso de sustancias, ansiedad, depresión y suicidio tienden a ser superiores en estas personas que en el colectivo LGB.
En 2015 el profesor de pediatría y epidemiólogo de Harvard, Sari Reisner y colegas llevaron a cabo un estudio de cohortes retrospectivos y emparejado sobre indicadores de salud mental en 180 personas transgénero con entre 12 y los 29 años de edad (106 de mujer a hombre y 74 de hombre a mujer), con pares de control no transgénero en función de la identidad de género.[63] Los jóvenes transgénero presentaban un mayor riesgo de depresión (50,6% frente al 20,6%)[64] y ansiedad (26,7% frente al 10,0%).[65][66] intentos de suicidio (17,2% frente al 6,1%)[67] y autolesiones sin intención de morir (16,7% frente al 4,4%)[68] en comparación con personas de los grupos control. Una proporción notablemente superior de jóvenes transgénero había estado hospitalizada en centros de salud mental (22,8% frente al 11,1%)[69] y había acudido a servicios de asistencia mental ambulatoria (45,6% frente al 16,1%).[70] No se observaron diferencias estadísticamente significativas en las condiciones de salud mental entre las personas transgénero de mujer a hombre y los de hombre a mujer tras ajustar por edad, el grupo étnico y el uso de hormonas.
Este estudio tenía la virtud de incluir a individuos que se habían personado en una clínica de salud comunitaria, y que, por tanto, no eran candidatos que solo reunieran los requisitos de diagnóstico para “Trastorno de identidad de género” según la cuarta edición del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-IV) de la American Psychiatric Association o que hubieran sido seleccionados entre una población de pacientes que acudían a una clínica para el tratamiento de problemas de “identidad de género.” No obstante, Reisner y colegas indican que su estudio presenta las típicas limitaciones habituales en el diseño de estudios retrospectivos y de revisión de historias clínicas, como documentación incompleta o disparidad en la calidad de la información recabada por los profesionales sanitarios.
Un informe de la American Foundation for Suicide Prevention y el Williams Institute (un centro de estudios sobre cuestiones LGBT de la Facultad de Derecho de UCLA) resumía los hallazgos sobre intentos de suicidio en adultos transgénero y con disconformidad de género a partir de una amplia muestra de más de 6.000 individuos.[71] Este es el mayor estudio hasta la fecha en adultos transgénero y con disconformidad de género, si bien utilizaba una muestra de conveniencia en lugar de una muestra poblacional (las grandes muestras poblacionales son casi imposibles, costosos, dada la baja prevalencia global de individuos transgénero en la población general). Como resumen de sus principales hallazgos, los autores escribían:
La prevalencia de intentos de suicidio entre los participantes del National Transgender Discrimination Survey (NTDS), llevado a cabo por la National Gay and Lesbian Task Force y el National Center for Transgender Equality, es de un 41%, cifra que supera ampliamente el 4,6% de la población total estadounidense que declara intentos de suicidio a lo largo de su vida y también superior al 10–20% observado en adultos gay, lesbianas y bisexuales que indican haberlo intentando alguna vez.[72]
Los autores observan que los “participantes que indicaban haber recibido una asistencia sanitaria relacionada con su transición de “identidad sexual” o que deseaban recibir dicha transición en algún momento tenían mayor probabilidad de declarar intentos de suicidio que los que afirmaban no quererla.” No obstante, “el estudio no facilita una información sobre el momento en que se había producido el intento de suicidio declarado respecto a la recepción de esa asistencia sanitaria, lo que impedía estudiar las hipótesis sobre la transición de identidad sexual en este tipo de comportamientos.”[73] Los datos del estudio señalaban una relación entre intento de suicidio, trastornos concurrentes de salud mental y experiencias de discriminación o maltrato, aunque los autores señalan la existencia de ciertas limitaciones en esos indicadores: “Los datos del estudio no nos permiten establecer una relación causal directa entre ser víctima de rechazo, discriminación, abusos o violencia y los intentos de suicidio a lo largo de la vida.” No obstante, sí que hallaron pruebas de que los factores de estrés interactuaban con los de salud mental “produciendo una marcada vulnerabilidad frente a conductas suicidas en los individuos transgénero o con disconformidad de género.”[74]
En un estudio de 2001 de Kristen Clements-Nolle y colegas, a partir de 392 sujetos transgénero “de hombre a mujer” y 123 “de mujer a hombre” se pudo observar que el 62% de las personas transgénero “hombre a mujer” y el 55% con el tipo “mujer a hombre” sufrían una depresión en el momento del estudio, y el 32% de cada población había intentado suicidarse.[75] Los autores indicaban que “la prevalencia de intentos de suicidio entre personas transgénero ‘de hombre a mujer’ y ‘de mujer a hombre’ en nuestro estudio era mucho mayor que la detectada en las muestras probabilísticas de los hogares de Estados Unidos y en la muestra poblacional de hombres adultos que declaraban tener una pareja del mismo sexo.”[76]
La mayor prevalencia de problemas de salud mental entre las subpoblaciones LGBT es motivo de preocupación, y los responsables de las políticas de salud y los facultativos deberían esforzarse por reducir esos riesgos. No obstante, para saber qué tipo de medidas contribuirían a aliviar el problema, primero debemos comprender mejor sus causas. En estos momentos, las estrategias médicas y sociales para asistir a las poblaciones no heterosexuales de Estados Unidos son escasas, algo que quizá en parte se deba a las explicaciones relativamente limitadas que ofrecen los sociólogos y psicólogos sobre los determinantes de los problemas de salud mental en estos colectivos y por lo tanto sobre la existencia de peores indicadores de salud mental en los estudios epidemiológicos.
A pesar de nuestras limitaciones para comprender científicamente por qué las subpoblaciones no heterosexuales son más susceptibles de tener una peor salud mental, gran parte de los esfuerzos públicos para aliviar ese problema giran en torno a una hipótesis concreta, el llamado modelo de estrés social, que postula que la discriminación, estigmatización y otros factores de estrés similares contribuyen a esos malos indicadores en las minorías sexuales. Algo que se infiere del modelo de estrés social es que la reducción de esos factores de estrés podría aliviar los problemas de salud mental que padecen esas minorías. Por eso resulta importante esclarecer bien cuales son los determinantes de esta peor salud mental. Las autoridades sanitarias tienen la responsabilidad de mejorar los indicadores de salud mental de toda la población.
Las minorías sexuales afrontan problemas sociales diferenciados, como la estigmatización, la discriminación manifiesta y acoso y, a menudo, se debaten por conciliar conducta e identidad sexual con las normas de la familia o la comunidad. Además, también se enfrentan a dificultades similares a las de otras minorías que luchan por salir de la marginalización o el conflicto con la sociedad a través de vías que pueden tener un impacto adverso en su salud.[77] Muchos investigadores clasifican esos diversos desafíos bajo el concepto de estrés social y creen que este contribuye a las frecuencias generalmente superiores de problemas de salud mental en las subpoblaciones LGBT.[78]
Al intentar dar explicación a las disparidades de salud mental en heterosexuales y no heterosexuales, los investigadores ocasionalmente se refieren a la hipótesis[79] del estrés social o de minorías. No obstante, sería más preciso referirse a un modelo de estrés social o de minorías, ya que el vínculo esgrimido entre estrés social y salud mental es más complejo y menos preciso que cualquier cosa que pueda plantearse en una única hipótesis.[80] El término estrés puede tener toda una serie de significados, que van desde la descripción de un trastorno fisiológico al estado emocional o mental de ansiedad o ira ante una difícil situación social, económica o interpersonal. También se nos plantean otras cuestiones al pensar en los diferentes tipos de factores de estrés que pueden afectar de una manera diferente, más específica quizá, a la salud mental de las poblaciones minoritarias. Analizaremos algunos de esos aspectos del modelo de estrés social tras una concisa revisión del mismo, tal como se presenta en la reciente literatura sobre salud mental en grupos LGBT.
El modelo de estrés social pretende explicar por qué los no heterosexuales tienen, en término medio, una mayor incidencia de problemas de salud mental que el resto de la población. No obstante, no ofrece una explicación completa de las disparidades entre no heterosexuales y heterosexuales, ni explica los problemas de salud mental de un paciente en particular. En lugar de ello, describe los factores sociales que podrían tener influencia directa o indirecta en los riesgos de la salud de la población LGBT, algo que tal vez solo resulte evidente a nivel poblacional. Algunos de esos factores también pueden afectar a los heterosexuales, pero es posible que la población LGBT esté expuesta a ellos desproporcionadamente.
En un influyente artículo de 2003 sobre el modelo de estrés social, el experto en legislación sobre orientación sexual y epidemiólogo psiquiátrico Ilan Meyer diferenciaba entre factores de estrés distales y proximales en las minorías. Los factores distales no dependen de las “percepciones o valoraciones” del individuo y, por tanto, “se pueden considerar independientes de la identificación personal con la minoría asignada.”[81] Por ejemplo, si un empresario despide a un hombre porque cree que es gay, eso sería un factor de estrés distal, ya que ese acto de estrés discriminatorio no tiene nada que ver con que el hombre se identifique o no como gay, sino solo con la percepción y actitud de un tercer individuo. Los factores de estrés distales tienden a reflejar las circunstancias sociales más que la reacción del individuo ante las mismas. Los factores de estrés proximales, en cambio, son más subjetivos y están íntimamente ligados a la autoidentificación del individuo como lesbiana, gay, bisexual o transgénero. Un ejemplo de factor proximal sería el hecho de que una mujer, que se identifica personalmente como lesbiana, opte por ocultar su identidad a sus familiares por temor a ser reprobada o por un sentimiento interior de vergüenza. Los efectos de los factores de estrés proximales, como el aquí descrito, dependen en gran medida del concepto que el individuo tenga de sí mismo y de sus circunstancias sociales específicas. En este apartado, describimos los tipos de factores de estrés que plantea el modelo de estrés social, empezando por los distales y siguiendo a continuación por los más proximales, y analizamos parte de la evidencia empírica que se ha presentado sobre la relación existente entre factores de estrés e indicadores de salud mental.
Discriminación y manifestaciones de prejuicios. Los expertos catalogan los actos manifiestos de maltrato -la violencia, el acoso y la discriminación- como “manifestaciones de prejuicios” y los consideran factores de estrés significativos en las poblaciones no heterosexuales.[82] Los estudios en subpoblaciones LGBT han indicado que estos colectivos tienden a sufrir este tipo de prejuicios con más frecuencia que la población general.[83]
La evidencia disponible indica que actos relacionados con este tipo de prejuicios contribuyen a problemas de salud mental. En un estudio de 1999 del profesor de psicología de la UC Gregory Herek y colegas, con datos procedentes de una encuesta en 2.259 individuos LGB de Sacramento (California), se observó que los gais y lesbianas que se identificaban como tales y que habían sufrido un delito de intolerancia durante los 5 años anteriores al estudio (como, por ejemplo, agresiones, robos o actos vandálicos motivados por la identidad sexual real de la víctima, o percibida por los demás como siendo no heterosexual) declaraban unos niveles notablemente superiores de síntomas depresivos, de estrés traumático y de ansiedad que las lesbianas y gais que no los habían sufrido en ese mismo periodo.[84] Además, los gais y lesbianas que se habían declarado víctimas de delitos de intolerancia en los 5 años anteriores al estudio mostraban niveles de síntomas depresivos y de estrés traumático notablemente superiores a los individuos que habían sufrido otro tipo de delitos (no de intolerancia) en el mismo periodo (si bien ninguno de los dos grupos presentaban diferencias ostensibles en los niveles de ansiedad). No se detectó una asociación significativa comparable para los que se autodefinían como bisexuales y que representaban una fracción mucho más pequeña de los participantes. Asimismo, el estudio también indicaba que las lesbianas y gais víctimas de delitos de intolerancia tenían una probabilidad notablemente superior que los demás participantes de declarar sentimientos de vulnerabilidad y menor sensación de autocontrol o autonomía personal. Como corroboración de los hallazgos sobre el impacto pernicioso de los delitos de intolerancia, el sociólogo Jack McDevitt y colegas, de la Northeastern University, publicaron en 2001 un estudio que analizaba las agresiones con agravantes a partir de datos del Departamento de Policía de Boston.[85] En él se indicaba que las víctimas de delitos de intolerancia solían experimentar los efectos de la violencia con mayor intensidad y durante más tiempo que las víctimas de otro tipo de delitos (el estudio abordaba las agresiones motivadas por prejuicios en general en lugar de restringirse al análisis de las agresiones por intolerancia, si bien una proporción considerable de los sujetos habían sufrido agresiones motivadas por su condición de no heterosexuales).
También pueden observarse patrones similares en los adolescentes no heterosexuales, entre quienes los malos tratos son particularmente elevados.[86] En un estudio de 2011, el científico social y del comportamiento de la Universidad de Arizona, Stephen T. Russell y colegas analizaron una encuesta realizada a 245 jóvenes adultos LGBT que evaluaba de forma retrospectiva la violencia sufrida en la escuela por la condición real o percibida por los demás de ser LGBT en edades entre 13 y 19 años. Los autores descubrieron una fuerte correlación entre ser víctima de violencia en la escuela y la mala salud mental de los adultos jóvenes.[87] La violencia sufrida se evaluó mediante preguntas sí/no, como por ejemplo, “Durante mis años de secundaria, mientras estaba en la escuela, recibí empujones, sacudidas, bofetadas, golpes o patadas de alguien que no estaba bromeando,” seguida de una pregunta sobre con qué frecuencia esos sucesos estaban relacionados con la identidad sexual de la víctima de la agresión. Los que indicaban haber sufrido altos niveles de violencia en la escuela por su identidad sexual tenían 2,6 veces más probabilidades de declarar que sufrían depresión como adultos jóvenes y 5,6 veces más de manifestar haber intentado suicidarse que los que indicaban unos niveles de violencia padecida bajos. Estas diferencias eran muy significativas estadísticamente, aunque el estudio presentaba ciertas limitaciones al usar encuestas retrospectivas para cuantificar la incidencia de la violencia sufrida. Un estudio de la profesora de trabajos sociales Joanna Almeida y colegas, basado en el Boston Youth Survey de 2006 (una encuesta bienal entre estudiantes de secundaria de los institutos públicos de Boston), indicaba que la percepción de haber sido víctimas de violencia por su condición sexual explicaba los mayores síntomas de depresión entre los estudiantes LGBT. El estudio también detectó una asociación positiva en estudiantes LGBT del sexo masculino, pero no femenino, entre haber padecido violencia y tener pensamientos suicidas y autolesiones.[88]
Las diferencias en las retribuciones salariales apuntan a la existencia de discriminación laboral, algo que puede tener un efecto tanto directo como indirecto en la salud mental. M.V. Lee Badgett, profesor de economía de la Universidad de Massachusetts – Amherst, analizó datos recogidos en el General Social Survey entre 1989 y 1991 y observó que los empleados masculinos no heterosexuales tenían una remuneración considerablemente inferior (entre un 11% y un 27%) que los heterosexuales, incluso después de ajustar por factores como la experiencia, la educación, la actividad y otros.[89] Según una revisión de 2009 de Badgett,[90] nueve estudios desde la década de 1990 hasta principios de 2000 “mostraban sistemáticamente que los gais y hombres bisexuales ganaban entre un 10% y un 32% menos que los heterosexuales” y que las diferencias de sector de actividad no podían justificar gran parte de esa disparidad salarial. Los investigadores observaron también que las mujeres no heterosexuales ganaban más que las heterosexuales,[91] lo que apuntaría a que las pautas de discriminación son diferentes en hombres y mujeres, o bien a que hay otros factores asociados a la conducta y la autoidentificación no heterosexual en hombres y mujeres que afectan a los niveles de sus respectivos ingresos, como, por ejemplo, una menor proporción de hijos a su cargo o ser la principal fuente de ingresos en la familia.
Hay pruebas que sugieren que las disparidades salariales pueden contribuir a explicar algunas diferencias en los indicadores de salud mental a nivel poblacional,[92] pero es difícil decir si las diferencias de salud mental permiten explicar las disparidades salariales. En un estudio de 1999[93] de Craig Waldo sobre la relación entre heterosexismo (definido como las actitudes sociales negativas hacia los no heterosexuales) en el trabajo y los indicadores asociados al estrés en 287 individuos LGB se observó que los LGB que habían sido víctimas de heterosexismo laboral “presentaban mayores niveles de estrés psicológico y problemas de salud, así como una menor satisfacción con diversos aspectos de su trabajo.” Los datos transversales empleados por muchos de estos estudios hacen imposible inferir una causalidad, aunque tanto los estudios prospectivos como los análisis cualitativos del impacto del factor “desempleo” en la salud mental señalan que es probable que al menos algunas de las asociaciones se puedan explicar por los efectos psicológicos y materiales del desempleo.[94]
Estigmatización. Los sociólogos han documentado durante muchos años toda una gama de efectos adversos de la estigmatización en los individuos, desde problemas de autoestima hasta de rendimiento académico.[95] La estigmatización generalmente se considera un atributo ligado a una persona que reduce su valía ante los demás en un contexto social específico.[96] Esas valoraciones negativas son, en muchos casos, compartidas ampliamente por un grupo cultural y se convierten en la base para la exclusión o el trato diferencial de los individuos estigmatizados. Así, por ejemplo, la enfermedad mental puede estigmatizar a una persona si se la considera un defecto del carácter de este tipo de enfermos. Una de las razones por las que la estigmatización desempeña un papel importante en el modelo de estrés social es que puede esgrimirse como explicación incluso en ausencia de sucesos discriminatorios o malos tratos específicos. Por ejemplo, la estigmatización de la depresión puede producirse cuando una persona que la sufre la oculta con la idea de que amigos y familiares la consideraran un defecto de carácter. Incluso en los casos en que esa ocultación tiene éxito (y no existe, por tanto, discriminación o maltrato de amigos o familiares), la ansiedad por la actitud que otros manifiestan por personas con esa característica puede afectar al bienestar emocional o mental de la persona deprimida.
Los investigadores han hallado vínculos entre el riesgo de mala salud mental y la estigmatización hacia ciertas poblaciones, aunque son pocos los estudios empíricos existentes sobre los efectos de la estigmatización en la salud mental de la población LGBT en concreto. La estigmatización no es fácil de definir ni de operacionalizar, lo que la convierte en un concepto difícil e impreciso para que los sociólogos empíricos la puedan estudiar. No obstante, los investigadores han intentado trabajar con el concepto utilizando estudios sobre la baja valoración percibida por los sujetos hacia su persona y han observado una correlación entre experiencias de estigmatización y el riesgo de mala salud mental. Un estudio de 1997 del sociólogo y epidemiólogo Bruce Link y colegas, citado frecuentemente en la literatura sobre el vínculo entre estigmatización y salud mental hablaba de un efecto negativo “fuerte y duradero” de la estigmatización en el bienestar mental de hombres con un trastorno mental y abuso de sustancias.[97] En ese estudio, los efectos de la estigmatización parecían persistir incluso después de que los hombres hubiesen recibido un tratamiento satisfactorio para sus problemas iniciales de salud mental y de abuso de sustancias. El estudio detectó una asociación significativa entre ciertas variables de la estigmatización (experiencias de baja valoración y rechazo, declaradas por el sujeto) y síntomas depresivos antes y después del tratamiento, lo que apunta a que los efectos de la estigmatización son relativamente duraderos. Eso tal vez nos indique sencillamente que las personas con síntomas depresivos tienden a declarar más estigmatización, pero si eso fuera así, cabría esperar que esas manifestaciones se hubieran reducido en el transcurso del programa de tratamiento de igual modo que había remitido la depresión. Sin embargo, la manifestación de la estigmatización se mantuvo constante y, en consecuencia, los autores llegaron a la conclusión de que esta debía haber tenido un papel causal en la conformación de los síntomas depresivos. Conviene apuntar que en este estudio se vio que las variables de la estigmatización solo explicaban un 10%, o una cifra ligeramente superior, de la varianza en los síntomas depresivos –en otras palabras, la estigmatización tenía un efecto menor en los mismos, si bien ese efecto podría manifestarse de forma significativa a nivel poblacional. Algunos otros estudiosos de la materia han señalado que los efectos de la estigmatización son normalmente menores y de carácter transitorio; por ejemplo, el sociólogo de Vanderbilt, Walter Gove, defendía que en “la gran mayoría de los casos, la estigmatización [que sufren los pacientes mentales] parece transitoria y no supone un problema grave.”[98]
Hace relativamente poco que los expertos han comenzado a realizar trabajos, tanto empíricos como teóricos,[99] sobre cómo afecta la estigmatización a la salud mental de la población LGBT, y ha habido cierta polémica sobre la magnitud y duración de los efectos que se le atribuyen. Parte de la polémica tal vez se deba a la dificultad para definir y cuantificar la estigmatización, así como a las variaciones que el concepto de estigmatización tiene en diferentes contextos sociales. En un estudio de 2013 del psicólogo de la Universidad de Columbia, Walter Bockting y colegas, sobre salud mental en 1.093 personas transgénero, se detectó una asociación entre malestar psicológico y la estigmatización, tanto confirmada como percibida, que se cuantificó utilizando un cuestionario de estudio.[100] En un estudio[101] de 2003 del psicólogo clínico Robin Lewis y colegas sobre factores de predicción de síntomas depresivos en 201 individuos LGB, se observó que la conciencia de la estigmatización se relacionaba de forma significativa con síntomas depresivos. La conciencia de estar siendo estigmatizado se evaluó con un cuestionario de diez elementos que valoraba “el grado en que uno espera que lo juzguen en función de un estereotipo.”[102] No obstante, los síntomas depresivos se asocian frecuentemente con una conciencia negativa de uno mismo, del mundo y del futuro, y eso puede contribuir a la percepción subjetiva de la estigmatización entre los individuos que sufren depresión.[103] En un estudio[104] de Bostwick de 2011 que también cuantificaba la conciencia de la estigmatización y síntomas depresivos, se observó una modesta asociación positiva entre las valoraciones de estigmatización y los síntomas depresivos en mujeres bisexuales, aunque el estudio presentaba algunas limitaciones al tratarse de una muestra relativamente pequeña. No obstante, en un estudio longitudinal[105] realizado en 2003 por el psicólogo Lars Wichstrøm y colegas entre adolescentes noruegos se observó que la orientación sexual se asociaba a una mala salud mental tras tener en cuenta toda una serie de factores de riesgo psicológico, incluyendo la autoestima. Si bien este estudio no consideraba directamente que la estigmatización fuera un factor de riesgo, apuntaba a que factores psicológicos como la conciencia de ser estigmatizado por sí sola no puede explicar por completo las disparidades de salud mental entre heterosexuales y no heterosexuales. Asimismo, cabe indicar que, debido al diseño transversal de estos estudios, los datos no permiten corroborar inferencias causales –serían necesarios otros tipos de datos y más pruebas para refrendar las conclusiones sobre la existencia de relaciones causales. En particular, es imposible demostrar con estos estudios que al estigmatización provoque una mala salud mental, y que no sea, por ejemplo, la mala salud mental la que lleve a los individuos a declarar mayores niveles de estigmatización, o bien que haya un tercer factor responsable tanto de la mala salud mental como de los mayores niveles de estigmatización.
Ocultación. La estigmatización puede influir en la decisión de los no heterosexuales de revelar u ocultar su orientación sexual. La comunidad LGBT puede optar por ocultar su orientación sexual para protegerse ante posibles prejuicios o discriminación, para evitar un sentimiento de vergüenza o para evitar un conflicto potencial entre su papel social y sus deseos o conductas sexuales.[106] Los ámbitos específicos donde la población LGBT tiene mayores probabilidades de ocultar su orientación sexual son la escuela, el trabajo y aquellos otros lugares donde tengan la impresión de que esa información podría afectar negativamente a la forma en que la gente los percibe.
Los estudios psicológicos ofrecen gran cantidad de pruebas que indican que ocultar un aspecto importante de la propia identidad puede tener consecuencias adversas en la salud mental. En general, manifestar las propias emociones y compartir aspectos importantes de la vida con los demás es un factor fundamental para preservar la salud mental.[107] En décadas recientes han visto la luz un conjunto creciente de estudios sobre la relación entre ocultación y revelación y la salud mental en las subpoblaciones LGBT.[108] Así, por ejemplo, un estudio[109] de 2007 de Belle Rose Ragins y colegas sobre la ocultación y revelación de la orientación sexual en el trabajo, con 534 personas LGB, indicaba que el temor a revelar su condición se asociaba a una tensión psicológica y a otros indicadores como la satisfacción laboral. No obstante, el estudio también rebatía la noción de que revelar la orientación conlleva consecuencias sociales y psicológicas positivas, ya que la revelación por parte de los empleados no se relacionaba de forma significativa con la mayoría de esas variables. Al interpretar los resultados, los autores aseguraban que “el estudio indica que la ocultación puede ser una decisión necesaria y adaptativa en un entorno poco receptivo u hostil, y pone de relieve, por tanto, la importancia del contexto social.”[110] A causa de la evolución relativamente rápida hacia una mayor aceptación social del “matrimonio” entre personas del mismo sexo y de las relaciones del mismo sexo en las últimas décadas,[111] es posible que algunos de los estudios sobre los efectos psicológicos de la ocultación y la revelación de la condición sexual hayan quedado obsoletos, ya que, en general, es posible que ahora haya menos presión para que los que se identifican como LGB oculten su identidad.
El modelo, sometido a prueba. Una de las implicaciones del modelo de estrés social es que la reducción de la discriminación, los prejuicios y la estigmatización de las minorías sexuales debería contribuir a reducir los problemas de salud mental en esas poblaciones. Algunas legislaciones han intentado reducir esos factores de estrés social mediante la aprobación de leyes antidiscriminatorias y de delitos de odio. Si esas políticas efectivamente tienen éxito y alivian los factores de estrés, entonces cabría esperar una reducción de los problemas de salud mental en las poblaciones LGB en la proporción en que el modelo los responsabiliza específicamente de esos problemas. De momento, no se han concebido estudios que permitan poner a prueba de forma concluyente la hipótesis de que el estrés social explica las elevadas tasas en los indicadores de mala salud mental entre las poblaciones no heterosexuales, pero hay estudios que nos proporcionan algunos datos sobre implicaciones comprobables del modelo de estrés social.
Un estudio de 2009 del científico sociomédico Mark Hatzenbuehler y colegas analizaba la relación entre morbilidad psiquiátrica en poblaciones LGB y dos políticas gubernamentales que les afectaban: leyes sobre delitos de odio que no incluían la orientación sexual como categoría protegida y leyes que prohibían la discriminación laboral por motivos de orientación sexual.[112] El estudio usaba datos sobre indicadores de salud mental de la segunda edición del National Epidemiologic Survey on Alcohol and Related Conditions (NESARC), con una muestra nacional norteamericana representativa de 34.653 adultos civiles no institucionalizados, y cuantificaba los trastornos psiquiátricos en función de criterios del DSM-IV.[113] La segunda edición del NESARC se llevó a cabo en 2004–2005 y, de la muestra, 577 participantes se identificaron como lesbianas, gais o bisexuales. El análisis de los datos mostró que los individuos LGB que vivían en Estados sin leyes contra delitos de odio o antidiscriminación tendían a presentar mayores probabilidades de morbilidad (en comparación con individuos LGB en Estados con una o dos leyes protectoras), si bien el análisis solo encontró asociaciones estadísticamente significativas para la distimia (una forma de depresión menos grave y más persistente), el trastorno de ansiedad generalizado y el trastorno de estrés postraumático, mientras que las asociaciones para otros siete trastornos psiquiátricos estudiados no ofrecieron resultados estadísticamente significativos. A causa de la naturaleza de los datos, no pueden realizarse inferencias epidemiológicas, lo que supone la necesidad de llevar a cabo más estudios sobre este y otros temas similares.
Hatzenbuehler y colegas intentaron introducir mejoras en este estudio transversal haciendo un estudio prospectivo, publicado en 2010, que en esta ocasión analizaba los cambios en la morbilidad psiquiátrica durante el periodo en que determinados Estados introdujeron enmiendas en sus constituciones locales en las que definían el matrimonio como la unión entre hombre y mujer (reformas que los autores de los estudios describieron como “prohibiciones del matrimonio gay”).[114] Los autores examinaron las diferencias de morbilidad psiquiátrica entre la primera edición de NESARC, que tuvo lugar en 2001–2002, y la segunda, que finalizó con las enmiendas constitucionales estatales. Los autores observaron que la prevalencia de trastornos del estado de ánimo en participantes LGB en estados que habían aprobado esas enmiendas con respecto a la definición del matrimonio había aumentado un 36,6% entre la primera y la segunda edición. Los trastornos de ese tipo en participantes LGB que vivían en Estados donde aprobaron las enmiendas se redujeron un 23,6%, si bien ese cambio no era estadísticamente significativo. La prevalencia de ciertos trastornos aumentó tanto en Estados que habían hecho las reformas constitucionales mencionadas como en los que no. Los trastornos de ansiedad generalizada, por ejemplo, se incrementaron en ambos, pero en una proporción muy superior y estadísticamente significativa en los que habían reformado sus constituciones sobre la definición de matrimonio. Hatzenbuehler y colegas observaron que los trastornos por consumo de drogas aumentaban más en los Estados que no habían hecho este tipo de reformas en sus leyes acerca del significado del matrimonio y que el aumento solo era estadísticamente significativo en esos Estados (el número total de trastornos por consumo de drogas se incrementó en ambos casos, en una cantidad aproximadamente similar). De igual modo que con el estudio transversal anterior, en la mayoría de patologías psiquiátricas analizadas no se detectó ninguna correlación significativa entre las patologías y las políticas sociales que, se conjeturaba, podían influir en los indicadores de salud mental.
Entre las limitaciones de los resultados del estudio, los autores señalaban las siguientes: los participantes LGB más sanos tal vez se habían mudado de los Estados que iban a aprobar enmiendas contra esos “matrimonios” a Estados en los que esto no fuera probable; la orientación sexual solo se evaluaba en la segunda edición de NESARC y había una cierta variabilidad en la identidad sexual que podría haber llevado a una clasificación errónea de algunos participantes LGB. Además, vieron que el tamaño de la muestra de participantes LGB en Estados con enmiendas contra el “matrimonio” de personas del mismo sexo era relativamente reducido, lo que limitaba la potencia estadística del estudio. En cualquier caso, téngase en cuenta que estos estudios son estudios con diseño epidemiológico de tipo “ecológico,” son por lo tanto descriptivos y pobres para establecer asociaciones de tipo causa efecto.
Una de las causas planteadas para explicar el cambio en las variables de salud mental asociadas a las enmiendas contra los “matrimonios” del mismo sexo es que el debate público que las rodeaba podría haber intensificado el estrés de los no heterosexuales –hipótesis defendida por la psicóloga Sharon Scales Rostosky y colegas en un estudio sobre actitudes de los adultos LGB en Estados que, en 2006, aprobaron enmiendas para definir el matrimonio solo como la unión entre hombre y mujer.[115] Los datos de la encuesta recabados durante el estudio mostraban que los participantes LGB que vivían en Estados que aprobaron este tipo de enmiendas en 2006 presentaban niveles superiores de varios tipos de malestar psicológico, incluyendo estrés y síntomas de depresión. Asimismo, en el estudio se observó que el activismo LGBT durante el periodo electoral se asociaba a un mayor estrés psicológico. Es posible que parte del malestar psicológico detectado durante la encuesta, que incluía estrés percibido, síntomas de depresión (pero no diagnósticos de trastornos depresivos) y lo que los expertos denominan “efecto de las enmiendas,” reflejara simplemente los sentimientos típicos de los activistas que sufren una derrota política en una cuestión que defienden con pasión. Otras limitaciones clave del estudio eran su diseño transversal y la dependencia de voluntarios para la encuesta (en contraste con el estudio previo de Hatzenbuehler y colegas). La metodología del estudio también puede haber condicionado los resultados –los investigadores hicieron publicidad en páginas Web y a través de anuncios con servidores de listas de correo electrónico (listserv), indicando que buscaban participantes para un estudio sobre “actitudes y experiencias de individuos LGB… en relación con el debate” del “matrimonio” gay. Como suele pasar con múltiples formas de muestras de conveniencia, es más probable que respondan a esas peticiones aquellos individuos con una fuerte motivación en el tema a estudiar.
En lo referente al efecto de políticas concretas, las pruebas son, en el mejor de los casos, ambiguas. El estudio de 2009 de Hatzenbuehler y colegas demostraba una correlación significativa entre riesgo de algunos problemas de salud mental (si bien no todos) en la subpoblación LGB y las políticas estatales sobre delitos de odio y protección laboral. Pero aún en aquellos aspectos de salud mental en los que este estudio sí detectó una correlación con los delitos de odio y las políticas de protección laboral, no se logró demostrar una relación epidemiológica entre las políticas y los indicadores de salud.
El modelo de estrés social probablemente explica algunos de los indicadores de peor salud mental de las minorías sexuales, aunque la evidencia que apoya el modelo es limitada, inconsistente e incompleta. Algunos de los conceptos centrales del modelo, como la estigmatización, no se pueden operacionalizar de forma sencilla y, aunque hay pruebas de la existencia de un vínculo entre algunas formas de maltrato, estigmatización y discriminación y algunos indicadores de peor salud mental en los no heterosexuales, no está nada claro que esos factores expliquen las disparidades en los indicadores de salud mental entre las poblaciones heterosexual y no heterosexual. Estos indicadores de peor salud mental quizás puedan mitigarse en cierto grado reduciendo los factores de estrés social, pero parece poco probable que esa estrategia vaya a eliminar todas las diferencias en el estado de salud mental que se registran entre las minorías sexuales y la población general. Otros factores, como la mayor frecuencia de violencia padecida por abusos sexuales en la población LGBT analizadas en la Primera Parte, pueden explicar, asimismo, algunas de esas disparidades de salud mental, ya que los estudios han mostrado de forma sistemática que “los supervivientes a abusos sexuales en la infancia tienen un riesgo notable de padecer múltiples trastornos médicos, psicológicos, conductuales y sexuales.”[116]
De igual modo que no favorece en nada a las subpoblaciones no heterosexuales ignorar o subestimar sus riesgos estadísticamente superiores de peor salud mental, también es perjudicial para ellos que las autoridades sanitarias no identifiquen correctamente todas las causas de esos riesgos más elevados o que la población no heterosexual ignore otros factores potenciales que pueden estar implicados en hacerles sufrir. Presuponer que un único modelo explica todos los riesgos de salud mental de los no heterosexuales puede confundir a los médicos y psicólogos que ayudan a las personas no heterosexuales que piden ayuda. Merece la pena dedicar más estudios al modelo de estrés social, pero si los facultativos y los responsables de las políticas de salud quieren abordar adecuadamente los retos de salud mental de la comunidad LGBT, no debería presuponerse que este modelo pueda darnos una explicación completa de las causas de las disparidades de salud mental. Así pues, es necesario seguir investigando y analizando todas las posibles causas para encontrar soluciones a este importante problema de salud pública.