Esta traducción se ofrece como un servicio a nuestros lectores; la versión oficial de este informe, en Inglés, se puede encontrar aquí.
El debate popular sobre la orientación sexual se caracteriza por dos ideas contrapuestas que se usan para explicar por qué algunas personas son lesbianas, gais o bisexuales. Mientras que hay quien afirma que la orientación sexual es una opción, otros aseguran que es un rasgo definido de la naturaleza del individuo, el cual habría “nacido así.” Con nuestro trabajo esperamos demostrar que, a pesar de que la orientación sexual diversa a la que marca la configuración biológica no es una elección, tampoco disponemos de pruebas científicas que corroboren la visión de que este tipo de orientaciones sexuales son una propiedad innata y determinada, relacionada incluso con la propia biología.
Un destacado ejemplo reciente de una persona que describe su orientación sexual como “opción” es el de Cynthia Nixon, estrella de la popular serie de televisión Sex and the City, quien, en una entrevista en enero de 2012 para el New York Times, explicaba: “Para mí es una opción, y nadie tiene derecho a definir por mí qué tan gay soy.” A continuación, comentaba sentirse “muy molesta” por la cuestión de si los gais nacen así o no: “¿Por qué no puede ser una elección? ¿Por qué es eso menos legítimo?”[1] De forma similar, Brandon Ambrosino escribía en 2014 para The New Republic que “Ya es hora de que la comunidad LGBT deje de tenerle miedo a la palabra “opción” y que reivindique con dignidad su autonomía sexual.”[2]
En cambio, los defensores de la hipótesis del born that way (postulada, por ejemplo, en la canción de Lady Gaga de 2011 Born This Way) argumentan que hay una base biológicamente causal en la orientación sexual, y con frecuencia intentan refrendar sus teorías con hallazgos científicos. Así, por ejemplo, Mark Joseph Stern, citando tres estudios científicos[3] y un artículo de la revista Science[4], escribía para Slate en 2014 que “la homosexualidad, al menos en el hombre, es, obviamente, indudablemente e indiscutiblemente, un rasgo innato.”[5] Sin embargo, el neurólogo Simon LeVay, cuyos trabajos de 1991 mostraban diferencias cerebrales entre hombres homosexuales y hombres heterosexuales, explicaba años después de su estudio que “es importante poner énfasis en lo que no encontré. Yo no demostré que la homosexualidad fuera genética, ni encontré la causa genética de ser gay. Yo no probé que los gais hubieran ‘nacido así,’ ese es el error más común que la gente comete al interpretar mi trabajo. Y tampoco localicé un centro gay en el cerebro.”[6]
Existen numerosos libros recientes de difusión científica que reivindican el carácter innato de la orientación sexual. Esos libros con frecuencia exageran (o, como mínimo, simplifican excesivamente) complejos hallazgos científicos. Por ejemplo, en un libro de 2005, el psicólogo y escritor científico Leonard Sax respondía a la pregunta de una madre angustiada sobre si su hijo adolescente superaría sus instintos homosexuales: “Biológicamente, la diferencia entre un gay y un heterosexual es semejante a la diferencia entre un zurdo y un diestro. Ser zurdo no es una mera fase. Un zurdo no se convertirá un buen día en diestro por arte de magia… Algunos niños están destinados a ser zurdos cuando nacen y otros están destinados a ser gais.”[7]
Sin embargo, tal como argumentamos en este apartado del informe, hay pocas pruebas científicas que corroboren la afirmación de que la atracción sexual venga simplemente establecida por factores innatos y deterministas, como pueden ser los genes. Las interpretaciones populares de los hallazgos científicos presuponen a menudo una causalidad determinista, cuando en realidad dichos hallazgos no justifican esa presunción.
Otra limitación importante para los estudios, o para la interpretación de los estudios científicos sobre la materia, es que algunos de los conceptos centrales (incluyendo el de la propia “orientación sexual”) son frecuentemente ambiguos, lo que dificulta la obtención de mediciones fiables tanto dentro de un estudio en particular como al comparar resultados entre diferentes estudios. Por tanto, antes de remitirnos a las pruebas científicas sobre el desarrollo de la orientación y el deseo sexual, examinaremos con cierto detenimiento algunas de las ambigüedades conceptuales más problemáticas en el estudio de la sexualidad humana, con el objetivo de hacernos una idea más completa de los conceptos relevantes.
Un artículo de 2014 en el New York Times Magazine titulado The Scientific Quest to Prove Bisexuality Exists[8] (La investigación científica que prueba que la bisexualidad existe) sirve de ilustración para los temas que analizaremos en este apartado (el deseo, la atracción, la orientación y la identidad sexual) y de las dificultades para definir y estudiar esos conceptos. Más concretamente, el artículo muestra cómo un determinado enfoque científico para estudiar la sexualidad humana puede entrar en conflicto con visiones culturales predominantes sobre orientación sexual o con la concepción propia que muchas personas tienen de sus deseos e identidad sexual. Este conflicto plantea importantes interrogantes sobre si la orientación sexual y los conceptos relacionados con la misma son tan coherentes y están tan bien definidos como a menudo asumen los investigadores y la opinión pública.
El autor del artículo, Benoit Denizet-Lewis, declarado homosexual, hace referencia al trabajo de científicos y otros estudiosos por intentar demostrar la existencia de una orientación bisexual rígidamente determinada. Denizet-Lewis visitó a investigadores de la Universidad de Cornell y participó en ensayos para medir la excitación sexual, entre los cuales se incluía observar el modo en que las pupilas se dilataban en respuesta a imágenes de contenido explícitamente sexual. Para su sorpresa, descubrió que, de acuerdo con ese indicador, le excitaban las películas pornográficas de mujeres masturbándose:
¿Acaso seré bisexual? ¿Me he identificado tanto con mi identidad gay (que adopté en la universidad y anuncié con bombos y platillos entre familia y amigos) que no me he permitido a mí mismo dejar aflorar otra parte de mí? En cierto modo, solo plantearse estas cuestiones ya supone un anatema para muchos gais y lesbianas. A la derecha cristiana y a los movimientos de ex gays, poco científicos y psicológicamente dañinos, les gusta compartir públicamente este tipo de incertidumbres que ellos mismos han contribuido a crear. Al fin y al cabo, como gais y lesbianas declarados, se supone que tenemos la absoluta certeza –se supone que hemos “nacido así.”[9]
A pesar de la prueba aparentemente científica (aunque sin duda limitada) de tener un típico patrón bisexual de excitación sexual, Denizet-Lewis rechazó la idea de que fuera bisexual porque, según reconoció, “no la siento verdaderamente como una orientación sexual, y no la siento como mi identidad propia.”[10]
El desasosiego de Denizet-Lewis ilustra toda una serie de dilemas que plantea el estudio científico de la sexualidad humana. Las mediciones objetivas empleadas por los investigadores parecen reñidas con una interpretación más intuitiva y subjetiva de lo que supone estar sexualmente excitado; es que nuestra propia interpretación de lo que nos excita sexualmente está ligada a la totalidad de nuestra experiencia vital de la sexualidad. Es más, la insistencia de Denizet-Lewis en su homosexualidad, y “no bisexualidad,” y la inquietud de que su inseguridad sobre su identidad pudiera tener implicaciones sociales y políticas, apuntan a que la orientación y la identidad sexual se entienden no solo en términos científicos y personales, sino también sociales, morales y políticos.
Más allá de todo esto, ¿de qué forma las categorías de orientación sexual (etiquetas como “bisexual,” “gay” o “heterosexual”) ayudan a los científicos a estudiar el complejo fenómeno de la sexualidad humana? Como quedará demostrado en este apartado, cuando examinamos el concepto de orientación sexual, resulta evidente que es demasiado vago, que tiene una definición muy pobre como para ser de gran utilidad para la ciencia; en su lugar necesitamos conceptos mejor definidos. En este informe nos esforzamos en emplear términos claros; cuando se analizan estudios científicos basados en el concepto de “orientación sexual,” intentamos –en la medida de lo posible– especificar cómo los científicos principales de cada estudio definen el término o los términos relacionados.
Una de las dificultades centrales a la hora de examinar y estudiar la orientación sexual es que los conceptos subyacentes de “deseo sexual,” “atracción sexual” y “excitación sexual” pueden ser ambiguos, y aún queda menos claro qué significa que una persona se identifique con una determinada orientación sexual en virtud de unas pautas de deseo, atracción o estado de excitación específicas.
La palabra “desear” en sí misma se puede emplear para cubrir un aspecto de la voluntad que, de forma más natural, expresa el término “querer” (relacionado con “apetecer” o “antojar”): quiero salir a cenar, o quiero hacer un viaje en coche con mis amigos el próximo verano o quiero acabar este proyecto. Cuando “desear” se utiliza en este sentido, los objetos del deseo son metas relativamente definidas (algunas de ellas perfectamente realizables, como trasladarse a otra ciudad o cambiar de trabajo; otras pueden ser más ambiciosas y estar fuera de nuestro alcance, como el sueño de convertirnos en una estrella de cine internacional). Sin embargo, con frecuencia con el término “deseo” se pretende incluir elementos menos concisos: anhelos indefinidos de una vida que, en algún sentido no específico, es diferente o mejor; un sentimiento incipiente de que algo nos falta o es insuficiente en nuestra vida o nuestro mundo; o, en la literatura psicoanalítica, unas fuerzas dinámicas inconscientes que conforman nuestro comportamiento cognitivo, emocional y social pero que son independientes de la percepción ordinaria y consciente de nosotros mismos.
Esta noción más genuina de deseo es, en sí misma, ambigua. Puede referirse a unas circunstancias anheladas, como encontrar sentido a la propia vida, vivirla en plenitud o de manera plenamente satisfactoria, son deseos que, aunque con implicaciones no totalmente claras, teóricamente no están del todo fuera de nuestro alcance; pero esos anhelos también pueden ser fantasías sobre unas circunstancias radicalmente distintas o tal vez incluso inalcanzables. Si quiero hacer un viaje en coche con mis amigos, los pasos están claros: llamarlos, escoger una fecha, trazar una ruta, etc. No obstante, si tengo un anhelo incipiente de cambiar, la esperanza de entablar una relación íntima, de amor o de amistad duraderos, o bien un conflicto inconsciente que entorpece mi capacidad para avanzar en la vida, entonces estoy ante un reto de otra índole. En tal caso, no hay forzosamente un conjunto de objetivos conscientes y bien definidos, y aún menos formas preestablecidas para lograrlos. Con ello no pretendemos decir que la consecución de esos anhelos sea imposible, pero lograrlos implica no solo acciones concretas para alcanzar metas específicas, sino que requieren una reconfiguración más compleja de la propia vida, actuando y dándole un sentido al mundo y al lugar que en él ocupamos.
Así pues, al evaluar tanto debates populares como estudios científicos sobre la sexualidad, lo primero que debe apuntarse es que el uso del término “deseo” puede referirse a aspectos distintos de la vida y la experiencia humanas.
Análogamente a la multiplicidad de significados que puede dársele al término “deseo,” cada uno de esos significados es a su vez heterogéneo, por lo que hacer delimitaciones constituye todo un reto. Por ejemplo, una interpretación basada en el sentido común puede apuntar a que el término “deseo sexual” hace referencia a querer realizar unos actos sexuales específicos con determinados individuos (o categorías de individuos). El psiquiatra Steven Levine enunció esta visión común al definir deseo sexual como “la suma de las fuerzas que nos inclinan hacia un comportamiento sexual o bien nos alejan del mismo.”[11] No obstante, no es evidente cómo se puede estudiar de forma rigurosa esa “suma,” ni tampoco está claro por qué todos los factores diversos con una potencial influencia en el comportamiento sexual, como la pobreza material (en el caso de la prostitución, por ejemplo), el consumo de alcohol o la búsqueda de afecto íntimo deberían agruparse como componentes del deseo sexual. Tal como indica el propio Levine, “Para cualquiera de nosotros, el concepto de deseo sexual puede ser un tanto escurridizo.”[12]
Algunas de las formas en que se ha empleado en contextos científicos el término “deseo sexual,” lo relacionan con uno o más de los siguientes fenómenos:
1. Estados de excitación física que pueden o no estar ligados a una actividad física específica; pueden o no ser objeto de percepción consciente.
2. Interés erótico consciente en respuesta al atractivo que vemos en otros (en nuestra percepción, en la memoria o en fantasías), que puede entrañar o no alguno de los procesos corporales asociados a los estados cuantificables de excitación física.
3. Gran interés en encontrar pareja o tener una relación duradera.
4. Aspiraciones románticas y sentimientos asociados con pasiones pasajeras o enamoramiento de un individuo en particular.
5. Inclinación a sentir apego por individuos específicos.
6. Motivación general de buscar relaciones íntimas con un miembro de un grupo específico.
7. Una apreciación estética que se aferra a la belleza percibida en otros.[13]
En cada estudio sociológico en particular, los conceptos citados anteriormente tienen con frecuencia una definición operativa concreta para los fines establecidos en la investigación, pero no todos pueden significar la misma cosa. Por ejemplo, el interés en encontrar pareja se diferencia claramente de la excitación física. Observando esta lista de fenómenos vivenciales y psicológicos, resulta fácil imaginarse las confusiones que puede generar el uso del término “deseo sexual” sin el cuidado suficiente.
El filósofo Alexander Pruss ofrece un práctico resumen de utilidad sobre algunas de las dificultades que conlleva la descripción de los conceptos relacionados con la atracción sexual.
¿Qué significa sentirse “sexualmente atraído” por alguien? ¿Acaso significa tender a excitarse en su presencia? Sin duda es posible encontrar a alguien sexualmente atractivo y no excitarse. ¿Acaso significa hacerte la idea de que alguien te resulta sexualmente atractivo? Tampoco, puesto que la idea de que alguien es sexualmente atractivo puede ser errónea (por ejemplo, podemos confundir la admiración por las formas con la atracción sexual). ¿Significa tener un deseo no instrumental de entablar una relación sexual o romántica con dicha persona? Probablemente tampoco: podemos imaginarnos a una persona que no sienta deseo sexual hacia nadie, pero que tenga un deseo no instrumental de establecer una relación romántica por la creencia, basada en el testimonio de terceros, de que las relaciones románticas tienen un valor no instrumental. Esta y otras cuestiones similares sugieren que existe un grupo de conceptos relacionados, ubicados bajo el título “atracción sexual,” y es probable que cualquier definición exacta constituya un intento poco deseable de encorsetarla. No obstante, si el concepto de atracción sexual es una amalgama de conceptos, los de heterosexualidad, homosexualidad y bisexualidad tampoco son términos sencillamente unívocos.[14]
La ambigüedad del término “deseo sexual” (y de otros similares) debería hacernos reflexionar sobre diversos aspectos de la experiencia humana que con frecuencia se le asocian. El problema no es ni irresoluble ni exclusivo de esta materia: otros conceptos en sociología (agresión y adicción, por ejemplo) pueden resultar análogamente difíciles de definir y operacionalizar y, por dicho motivo, admiten varios usos.[*]Esa ambigüedad plantea un reto significativo tanto para el diseño de estudios como para su interpretación, y nos obliga a prestar un particular cuidado a la hora de abordar los significados, contextos y hallazgos de cada estudio en particular. También resulta importante poner entre paréntesis cualesquiera concepciones subjetivas o usos de esos términos que no se ciñan a clasificaciones o técnicas científicas bien definidas.
En todo caso, sería un error ignorar los diversos usos de este término –y otros relacionados–, o intentar reducir a un único concepto las muchas y distintas experiencias a las que puede referirse. Como veremos más adelante, en algunos casos eso podría afectar negativamente a la evaluación y tratamiento de los pacientes.
Es posible arrojar algo más de luz al complejo fenómeno del deseo sexual examinando su relación con otros aspectos de nuestra vida. Para ello, tomaremos prestadas algunas herramientas conceptuales procedentes de la tradición filosófica conocida como fenomenología, que considera que la experiencia humana extrae su significado del contexto global en el que se produce.
La experiencia nos sugiere que la vivencia propia del deseo y la atracción sexual no es voluntaria, al menos no de forma inmediata. Todo el conjunto de inclinaciones que generalmente asociamos con la experiencia del deseo sexual (ya sea el impulso de realizar determinados actos o disfrutar de ciertas relaciones) no parece ser el mero producto de una elección deliberada. Nuestro apetito sexual (al igual que otros apetitos naturales) lo experimentamos como algo dado, incluso si su manifestación está sutilmente determinada por numerosos factores, entre los cuales bien podría incluirse la voluntad. Efectivamente, lejos de surgir como fruto de nuestra voluntad, el deseo sexual (como quiera que lo definamos) se experimenta a menudo como una fuerza poderosa contra la cual muchos se debaten (especialmente en la adolescencia) para darle una dirección y mantenerlo bajo control; una fuerza semejante al hambre. Asimismo, el deseo sexual puede repercutir involuntariamente en nuestra atención o alterar nuestras percepciones, experiencias y encuentros cotidianos. Lo que sí parece estar en cierta medida bajo nuestro control es cómo decidimos vivir ese apetito, cómo lo integramos en el resto de nuestra vida.
Sin embargo, el interrogante sigue ahí: ¿Qué es el deseo sexual? ¿Qué es ese componente de nuestras vidas que consideramos determinado, anterior incluso a nuestra capacidad de deliberar y tomar decisiones racionales acerca de él? Sabemos que un cierto tipo de apetito sexual está también presente en animales, como demuestra el ciclo estral de los mamíferos; en la mayoría de las especies de mamíferos, la excitación sexual y la receptividad están ligadas al ciclo de ovulación durante el cual la hembra es receptiva desde un punto de vista reproductivo.[15] Una de las características relativamente únicas del Homo sapiens, compartida solo por algunos otros primates, es que el deseo sexual no está ligado exclusivamente al ciclo ovulatorio de la mujer.[16] Algunos biólogos han aducido que eso significa que el deseo sexual en los humanos ha evolucionado para facilitar la formación de relaciones duraderas entre los progenitores, además de satisfacer el propósito biológico más elemental de la reproducción. Sea cual sea la explicación sobre los orígenes y funciones biológicas de la sexualidad humana, la experiencia del deseo sexual está cargada de una significación que va más allá de los fines biológicos de la tendencia y comportamientos sexuales. Esa significación no es un mero complemento subjetivo de las realidades básicas fisiológicas y funcionales, sino algo que impregna toda nuestra experiencia de la sexualidad.
Tal como han observado los filósofos que estudian la estructura de la experiencia consciente, la forma en que vivimos el mundo viene determinada por nuestra “constitución física, habilidades corporales, contexto cultural, idioma y otras prácticas sociales.”[17] Mucho antes de que la mayoría experimentemos algo semejante a lo que típicamente asociamos con el deseo sexual, ya estamos envueltos en un contexto cultural y social del que forman parte otras personas, sentimientos, emociones, oportunidades, carencias, etc. Tal vez la sexualidad, igual que otros fenómenos humanos que gradualmente se convierten en parte de nuestra naturaleza psicológica, tiene sus raíces en esas experiencias iniciales que aportan significados vitales. Si la creación de esos significados es parte integral de la experiencia humana en general, es probable que también desempeñe un papel clave en la experiencia sexual en particular. Y dado que la voluntad tiene una función en esos otros aspectos de nuestras vidas, resultaría razonable pensar que la voluntad también tiene una función en nuestra experiencia de la sexualidad, aunque se trate tan solo de un factor entre otros.
Con ello no se pretende sugerir que la sexualidad (incluyendo el deseo, la atracción y la identidad sexual) sea el resultado de un cálculo de decisiones racionales y deliberadas. Incluso en caso de que la voluntad desempeñe un papel importante en la sexualidad, es en sí misma muy compleja: muchas (tal vez la mayoría) de las decisiones que tomamos y en las que interviene la voluntad no parecen ser procesos conscientes o totalmente deliberados; “volitivo” no necesariamente significa “deliberado.” La vida de un sujeto con voluntad y con deseos incluye muchas pautas de comportamiento que responden a hábitos, experiencias pasadas, recuerdos y formas sutiles de adoptar y descartar diferentes actitudes en la vida.
Si esto es así, entonces, en cuanto que somos sujetos con voluntad y deseos, los humanos no “escogemos” deliberadamente los objetos de nuestro deseo sexual más de lo que escogemos los objetos de nuestros demás deseos. Tal vez sería más preciso decir que gradualmente nos vamos dirigiendo y entregando a ellos a lo largo de nuestro crecimiento y desarrollo. Este proceso de formación y reconformación de nosotros mismos como seres humanos es similar a lo que Abraham Maslow denomina autorrealización.[18] ¿Por qué debería la sexualidad ser una excepción a ese proceso? En esta descricpión que ofrecemos, los factores internos –como nuestra configuración genética–,así como los ambientales externos –por ejemplo, las experiencias pasadas–, serían solo ingredientes de la compleja experiencia humana del deseo sexual.
De igual modo que el concepto de “deseo sexual” es complejo y difícil de definir, actualmente términos como “orientación sexual,” “homosexualidad” o “heterosexualidad” no tiene definiciones totalmente consensuadas que sirvan para los fines de la investigación empírica. Por ejemplo, al definir la homosexualidad, ¿qué factor se debería tener más en cuenta? ¿El deseo de realizar cierto tipo de actos concretos con individuos del mismo sexo? ¿El historial sistemático de participaciones en actos de este tipo? ¿Ciertas características particulares de los deseos y fantasías íntimos del individuo? ¿El impulso constante que empuja a un individuo a buscar relaciones íntimas con personas del mismo sexo? ¿La identidad social impuesta por el propio individuo o por los demás? ¿Algún factor totalmente diferente a todos los anteriores?
Ya en 1896, en un libro sobre la homosexualidad, el pensador francés Marc-André Raffalovich sostenía que había más de diez tipos diferentes de inclinaciones o comportamientos afectivos encasillados en el término “homosexualidad” (que él denominada “unisexualidad”).[19] Raffalovich conocía de cerca la materia: él elaboró las crónicas sobre los juicios, encarcelamiento y descrédito social del escritor Oscar Wilde, juzgado por cargos de “conducta indecente” con otros hombres. El propio Raffalovich mantuvo una larga relación íntima con John Gray, un literato al que se le atribuye haber inspirado el clásico de Wilde El Retrato de Dorian Gray.[20] También podemos remitirnos a la amplia literatura psicoanalítica de principios del siglo XX sobre el deseo sexual, en la cual las experiencias de sujetos concretos y sus casos clínicos se catalogaron con todo lujo de detalles. Esos ejemplos clínicos ponen de relieve la complejidad que aún hoy en día afrontan los estudiosos a la hora de intentar establecer categorizaciones claras de los ricos y variados fenómenos afectivos y de comportamiento asociados al deseo sexual, tanto en la atracción hacia personas del mismo sexo como del sexo opuesto.
En claro contraste con esa complejidad inherente encontramos otro fenómeno que puede delimitarse sin ambigüedades: el embarazo. Una mujer está o no embarazada, lo que permite la clasificación relativamente sencilla de los sujetos a estudiar en una investigación: comparar a mujeres embarazadas con otras que no lo están. Pero, ¿cómo pueden los investigadores comparar, pongamos por ejemplo, hombres “gais” con hombres “heterosexuales” en un estudio o en toda una serie de ellos, sin unas definiciones mutuamente excluyentes y exhaustivas de los términos “gay” y “heterosexual”?
Para mejorar la precisión, algunos investigadores han categorizado conceptos asociados a la sexualidad humana a lo largo de un continuum o escala según variaciones de presencia, prominencia o intensidad. Algunas escalas se centran tanto en la intensidad como en el objeto del deseo sexual. Entre las de uso más amplio y conocido se encuentra la escala de Kinsey, creada en la década de 1940 para clasificar los deseos y orientación sexual con criterios supuestamente cuantificables. A los participantes en el estudio se les pidió escoger una opción entre las siguientes:
0 – Exclusivamente heterosexual.
1 – Predominantemente heterosexual, con experiencias homosexuales esporádicas.
2 – Predominantemente heterosexual, aunque con experiencias homosexuales más que esporádicas.
3 – Igualmente heterosexual que homosexual.
4 – Predominantemente homosexual, aunque con experiencias heterosexuales más que esporádicas.
5 – Principalmente homosexual, con experiencias heterosexuales esporádicas.
6 – Exclusivamente homosexual.[21]
No obstante, esta propuesta tiene limitaciones considerables. En principio, parámetros de esta índole son útiles en sociología ya que pueden emplearse, por ejemplo, en ensayos empíricos como la clásica “prueba t,” que ayuda a los investigadores a cuantificar estadísticamente diferencias significativas entre grupos de datos. Sin embargo, muchos parámetros en ciencias sociales son “ordinales,” es decir, son variables clasificadas jerárquicamente a lo largo de un continuum único y unidimensional, pero no tienen un valor intrínsecamente significativo más allá de eso. En el caso de la escala de Kinsey, la situación es aún peor, ya que cuantifica cómo se autodefinen los individuos, y no aclara si los valores que indican hacen referencia en su conjunto a un mismo aspecto de la sexualidad (diferentes personas pueden interpretar que los términos “heterosexual” y “homosexual” se refieren a sentimientos de atracción o a la excitación o las fantasías o a las conductas o a cualquier combinación de los mismos). La ambigüedad de sus términos limita profundamente el uso de la escala de Kinsey como parámetro ordinal que permita una clasificación jerárquica de las variables a lo largo de un continuum único y unidimensional. Por consiguiente, no está claro que esta escala sirva a los investigadores para hacer ni tan siquiera clasificaciones rudimentarias entre grupos relevantes con criterios cualitativos, y ya no digamos para clasificar jerárquicamente variables o realizar experimentos de conducta controlados.
Es posible que, dada la complejidad inherente de la materia, los intentos por concebir escalas “objetivas” de este tipo hayan ido desencaminados. En una crítica a este enfoque propio de las ciencias sociales, el filósofo y neuropsicólogo Daniel N. Robinson señala que “enunciados que se prestan a diferentes interpretaciones no se vuelven ‘objetivos’ simplemente por ponerles un número delante.”[22] Es posible que las autodefiniciones del propio individuo con etiquetas intrínsecamente complejas y con una fuerte carga cultural no nos puedan proporcionar una base objetiva para realizar mediciones cuantitativas de individuos o grupos.
Otro obstáculo para los estudios en este campo puede ser la creencia popular (no suficientemente respaldada) de que los deseos románticos son sublimaciones de los deseos sexuales. Esta idea, cuyo origen podemos rastrear hasta la teoría de Freud de las pulsiones del inconsciente, ha sido refutada por los estudios de la “teoría del apego” desarrollada por John Bowlby en la década de 1950.[23] Muy a grosso modo, la teoría del apego sostiene que experiencias afectivas posteriores –a menudo agrupadas bajo el rubro general de “románticas”–, se explican en parte por comportamientos afectivos en la más tierna infancia, asociados a figuras maternales o de cuidadoras, y no por impulsos sexuales inconscientes. Los deseos románticos, según esta línea del pensamiento, podrían no tener una tan fuerte correlación con los deseos sexuales como en general se creía. Con todo esto se pretende sugerir que las delimitaciones simples de conceptos relacionados con la sexualidad humana no pueden tomarse al pie de la letra, los estudios empíricos en curso a veces cambian el significado de los conceptos o los hacen más complicados.
Si observamos los estudios más recientes, veremos que a la hora de clasificar a los sujetos como “homosexuales” o “heterosexuales” los científicos a menudo usan, como mínimo, una de estas tres categorías: comportamiento sexual, fantasías sexuales (o experiencias emocionales o afectivas relacionadas) y autoidentificación (con “gay,” “lesbiana,” “bisexual,” “asexual,” etc.)[24]. Algunos añaden una cuarta: inclusión en una comunidad definida por la orientación sexual. Téngase en cuenta, por ejemplo, la definición de orientación sexual de la American Psychological Association en un documento con fines divulgativos de 2008:
La orientación sexual hace referencia a un patrón persistente de atracción emocional, romántica y/o sexual hacia hombres, mujeres o ambos sexos. La orientación sexual se refiere asimismo al sentido de su propia identidad de una persona en virtud de dicha atracción, los comportamientos relacionados y la pertenencia a una comunidad de individuos que comparten dicha atracción. Los estudios a lo largo de décadas han demostrado que la orientación sexual se distribuye a lo largo de un continuum, desde la atracción exclusiva al otro sexo a la atracción exclusiva al mismo sexo.[25] [Cursivas añadidas.]
Una de las dificultades a la hora de agrupar estas categorías bajo el mismo rubro general de “orientación sexual” es que los estudios sugieren que en la vida real no suelen coincidir. El sociólogo Edward O. Laumann y sus colegas resumen con claridad este punto en un libro de 1994:
Si bien hay un grupo central (aproximadamente un 2,4% de todos los hombres y un 1,3% de todas las mujeres) en nuestro estudio que se definen como homosexuales o bisexuales, tienen parejas del mismo sexo y manifiestan deseos homosexuales, existe asimismo otro grupo considerable que no se considera ni homosexual ni bisexual pero ha tenido experiencias homosexuales en edad adulta o manifiestan algún grado de deseo… [E]ste análisis preliminar proporciona pruebas inequívocas de que no se puede emplear una única cifra para hacer una caracterización válida de la incidencia y prevalencia de la homosexualidad entre la población general. En resumen, la homosexualidad es fundamentalmente un fenómeno multidimensional con variados significados e interpretaciones, en función del contexto y del propósito.[26] [Cursivas añadidas.]
Más recientemente, un estudio realizado en 2002 por los psicólogos Lisa M. Diamond y Ritch C. Savin-Williams apuntaba en esa misma dirección:
Cuanto más meticulosamente pretenden los investigadores describir esta plétora de conceptos (diferenciando, por ejemplo, entre identidad de género e identidad sexual, deseo y comportamiento, sentimientos sexuales frente a sentimientos afectivos, atracciones y fantasías surgidas en fases tempranas frente a las surgidas en fases tardías, o identificaciones sociales y perfiles sexuales), más complicada se vuelve la imagen, ya que son pocos los individuos que muestran correlaciones uniformes entre esos campos.[27] [Cursivas añadidas.]
Algunos estudiosos reconocen la dificultad de agrupar esos diversos componentes bajo una única denominación. Por ejemplo, los investigadores John C. Gonsiorek y James D. Weinrich escribían en un libro de 1991: “Se puede asumir con seguridad que no existe necesariamente una relación entre el comportamiento sexual de una persona y cómo se autodefine, a menos que ambos aspectos se evalúen por separado.”[28] Análogamente, en una crítica de 1999 de un estudio sobre el desarrollo de la orientación sexual en mujeres, la psicóloga social Letitia Anne Peplau afirmaba que: “Hay una amplia documentación que demuestra que la atracción y los comportamientos entre personas del mismo sexo no están inevitable o intrínsecamente vinculados a la propia identidad.”[29]
En resumen, las complejidades en torno al concepto de “orientación sexual” plantean considerables dificultades para el estudio empírico de la materia. Aunque la opinión pública pueda tener la impresión de que existen unas definiciones científicas ampliamente consensuadas para términos como “orientación sexual,” lo cierto es que no es así. Hoy en día sigue vigente la evaluación que Diamond hizo en 2003 sobre esta situación: “Actualmente no hay consenso científico ni popular sobre cuál es el repertorio exacto de experiencias que ‘definen’ de manera definitiva a un individuo como lesbiana, gay o bisexual.”[30]
Debido a esas complejidades, algunos investigadores, como por ejemplo Laumann, han procedido a describir la orientación sexual como un “fenómeno multidimensional.” No obstante, uno podría preguntarse si, al intentar meter con calzador ese “fenómeno multidimensional” en una sola categoría, no estamos cosificando un concepto que en realidad se corresponde con algo demasiado plástico y difuso como para tener suficiente validez en los estudios científicos. Si bien a menudo se emplean etiquetas como “heterosexual” y “homosexual” para designar rasgos psicológicos estables o incluso biológicos, tal vez estas no puedan realmente englobar dichos rasgos. Podría ser que las experiencias afectivas, sexuales y conductuales de los individuos no se ciñeran adecuadamente a esas etiquetas categóricas porque, de hecho, esas etiquetas no hacen referencia a clases naturales (psicológicas o biológicas). Cuando menos, debemos reconocer que no disponemos aún de un marco claro y bien definido para estudiar estos temas. En lugar de intentar estudiar el deseo, la atracción, la identidad y el comportamiento sexual bajo el rubro general de “orientación sexual,” tal vez sería mejor que examináramos por separado cada campo empíricamente y en su propia especificidad.
Para tal fin, este apartado de nuestro informe tiene en cuenta los estudios sobre el deseo y la atracción sexual centrándose en los hallazgos empíricos relacionados con la etiología y el desarrollo, y subrayando las complejidades subyacentes. Continuaremos empleando términos ambiguos como “orientación sexual” en los casos en que los utilicen los autores que comentamos, pero procuraremos prestar atención al contexto en que se usan y a las ambigüedades asociadas.
Sin olvidar estas reflexiones sobre la problemática de las definiciones, pasaremos a la cuestión de cómo se originan y desarrollan los deseos sexuales. Tomemos por caso las diferentes pautas de atracción de individuos que declaran sentir una atracción sexual o romántica predominante hacia personas del mismo sexo y de otros que la sienten hacia las del sexo opuesto. ¿Cuáles son las causas de esas dos pautas? ¿Esa atracción o preferencia es un rasgo innato, quizás determinado por los propios genes u hormonas prenatales? ¿Se adquiere, por el contrario, a través de factores vivenciales, ambientales o volitivos? ¿O es que se desarrolla a partir de una combinación de esas diferentes causas? ¿Qué papel desempeña, si es que desempeña alguno, la acción humana en el origen de las pautas de atracción? ¿Qué papel desempeñan, si es que desempeñan alguno, las influencias culturales o sociales?
Los estudios apuntan a que, si bien los factores genéticos o innatos pueden ejercer una influencia, aunque sea indirecta a través de aspectos como ciertos rasgos de la personalidad, en la aparición de la atracción hacia personas del mismo sexo, esos factores biológicos no pueden proporcionarnos una explicación completa, por lo que los factores ambientales y vivenciales pueden tener un papel importante.
La visión más consensuada en el discurso popular anteriormente citado (la noción del “nacido así,” que asegura que la homosexualidad y la heterosexualidad son biológicamente innatas o producto de factores muy tempranos de desarrollo) ha inducido a muchas personas no versadas en la materia a pensar que la homosexualidad y la heterosexualidad, en un sujeto dado, son inalterables y están determinadas completamente al margen de la libertad de elección, del comportamiento, de las experiencias vitales y de los contextos sociales. No obstante, como demostrará el siguiente análisis de la literatura científica relevante, los estudios no respaldan esa visión.
Un método de investigación determinante para evaluar si los rasgos biológicos o psicológicos tienen base genética es el estudio de gemelos idénticos. Si hay una alta probabilidad de que ambos miembros en una pareja de gemelos idénticos, que comparten el mismo genoma, muestren un rasgo que uno de ellos manifiesta (lo que se conoce como tasa de concordancia), entonces se infiere que es posible que factores genéticos estén relacionados en ese rasgo. Si, por el contrario, la tasa de concordancia en gemelos idénticos no es superior para ese mismo rasgo a la que presentan mellizos (que comparten, término medio, solo la mitad de los genes), eso indicaría que el entorno compartido puede ser un factor más importante que los genes compartidos.
Uno de los pioneros en genética del comportamiento, que fue uno de los primeros investigadores en utilizar gemelos para estudiar el efecto de los genes en los rasgos –incluyendo la orientación sexual–, fue el psiquiatra Franz Josef Kallmann. En un artículo de referencia publicado en 1952, declaraba que, de todos los pares de gemelos idénticos que había estudiado, si uno de ellos era gay, entonces ambos lo eran, lo que suponía una asombrosa tasa de concordancia del 100% para la homosexualidad entre gemelos idénticos.[31] Si dicho resultado se hubiera podido replicar y el estudio se hubiera concebido mejor, habría sido la corroboración más antigua de la hipótesis del “nacido así.” No obstante, el estudio recibió fuertes críticas. Por ejemplo, el filósofo y profesor de derecho Edward Stein apunta que Kallmann no ofreció pruebas de que los gemelos de su estudio fueran en realidad genéticamente idénticos. Además, su muestra procedía de pacientes psiquiátricos, presos y otros grupos de individuos a través de lo que Kallmann describía como “contactos directos con el mundo homosexual clandestino,” afirmación que llevó a Stein a asegurar que dicha muestra “no constituía en modo alguno una sección transversal representativa razonable de la población homosexual.”[32] Muestreos como el de Kallmann se conocen como muestras de conveniencia, ya que suponen seleccionar a sujetos de poblaciones de fácil acceso, “más convenientes,” para el investigador.
Otros estudios bien diseñados con gemelos que analizan el componente genético de la homosexualidad indican que es probable que los factores genéticos desempeñen algún papel a la hora de determinar la orientación sexual. Por ejemplo, en el año 2000 el psicólogo J. Michael Bailey y colegas llevaron a cabo un amplio estudio sobre la orientación sexual usando gemelos del Australian National Health and Medical Research Council Twin Registry, con una gran muestra probabilística que, por consiguiente, era más susceptible de ser representativo de la población general que el de Kallmann.[33] El estudio empleaba la escala de Kinsey para operacionalizar la orientación sexual y estimaba unas tasas de concordancia para la homosexualidad de un 20% en hombres y de un 24% en mujeres en parejas de gemelos idénticos (monocigóticos), en comparación con un 0% en hombres y un 10% en mujeres en gemelos no idénticos (fraternos, dicigóticos).[34] La diferencia en las tasas de concordancia estimadas era estadísticamente significativa en hombres pero no en mujeres. Sobre la base de esos hallazgos, los investigadores estimaron que la heredabilidad de la homosexualidad en hombres era de 0,45 con un amplio intervalo de confianza al 95% entre 0,00 y 0,71; en mujeres fue de 0,08, con un intervalo de confianza entre 0,00 y 0,67. Estas estimaciones sugieren que en el hombre, el 45% de las diferencias entre determinadas orientaciones sexuales (homosexual frente a heterosexual, según mediciones de la escala de Kinsey) podría atribuirse a diferencias genéticas.
Los grandes intervalos de confianza del estudio de Bailey y colegas implican que debemos tener cuidado al valorar la significación sustantiva de dichos hallazgos. Los autores interpretan que sus hallazgos sugieren que “cualquier gen principal de homosexualidad estrictamente definida tiene o bien una reducida penetrancia o bien una baja frecuencia,”[35] pero sus datos sí que muestran una significación estadística (marginal). Si bien las estimaciones de concordancia parecen un tanto elevadas en los modelos empleados, los intervalos de confianza son tan amplios que resulta difícil juzgar la fiabilidad, incluyendo la replicabilidad, de dichas estimaciones.
Llegados a este punto, valdría la pena aclarar lo que significa “heredabilidad” en estos estudios, ya que su significado técnico en genética poblacional es más limitado y más preciso que el significado cotidiano del término. Heredabilidad es una medida del grado en que la variación de un rasgo en particular, dentro de una población, se puede atribuir a la variación genética en dicha población. No obstante, no constituye una medida del grado en que un rasgo viene determinado genéticamente.
Rasgos determinados casi por completo por la genética pueden tener unos valores de heredabilidad muy bajos, mientras que otros que prácticamente no tienen base genética pueden ser altamente hereditarios. Por ejemplo, el número de dedos del ser humano prácticamente viene determinado completamente por los genes. Sin embargo, hay poca variación en el número de dedos de un ser humano, y la mayor parte de las variaciones que observamos se deben a factores no genéticos, como accidentes, lo cual genera una reducida estimación de heredabilidad del rasgo en cuestión. En cambio, en ocasiones podemos observar que algunos rasgos culturales son altamente hereditarios. Por ejemplo, el que un individuo determinado de Estados Unidos a mediados de siglo XX llevara pendientes (aretes) se hubiera considerado un factor altamente hereditario, ya que dependía en gran medida de ser hombre o mujer, cosa que, a su vez, se asocia a tener los cromosomas sexuales XX o XY, lo que convertía la variabilidad del comportamiento “llevar pendientes” en un elemento altamente asociado a las diferencias genéticas, a pesar de que llevar pendientes es un fenómeno cultural más que biológico. Actualmente, las estimaciones de heredabilidad del comportamiento de llevar pendientes serían inferiores en Estados Unidos que a mediados del siglo XX, no porque se hayan producido cambios en el patrimonio genético estadounidense sino por la aceptación creciente de que los hombres los lleven.[36]
Por consiguiente, una estimación de heredabilidad de 0,45 no implica que el 45% de la sexualidad venga determinada por los genes, sino que el 45% de las variaciones entre individuos de una población estudiada se puede atribuir, en cierto modo, más a factores genéticos que a factores ambientales. No debemos perder de vista que es más probable que los gemelos idénticos compartan más elementos ambientales y culturales que dos gemelos no idénticos. Por ejemplo, siempre compartirán más factores del entorno dos gemelos del mismo sexo que dos gemelos de sexo opuesto.
En 2010, el epidemiólogo psiquiátrico Niklas Långström y colegas llevaron a cabo con gemelos un sofisticado estudio a gran escala sobre orientación sexual, analizando datos de 3.826 parejas de gemelos idénticos y mellizos del mismo sexo (2.320 parejas idénticas y 1.506 parejas fraternas).[37] Los investigadores operacionalizaron la homosexualidad en términos de “haber tenido parejas sexuales del mismo sexo a lo largo de la vida.” Las tasas de concordancia de la muestra fueron un tanto inferiores a las del estudio de Bailey y colegas. En el caso de haber tenido al menos una pareja del mismo sexo, la concordancia entre hombres ascendía al 18% en gemelos idénticos y al 11% en mellizos; entre mujeres, era del 22% y del 17%, respectivamente. Para la variable “número total de parejas sexuales,” la tasa de concordancia entre hombres ascendía al 5% en gemelos idénticos y al 0% en mellizos; entre mujeres, era del 11% y del 7%, respectivamente.
En hombres, estos datos sugieren una tasa de heredabilidad estimada de 0,39 para quienes habían tenido al menos una pareja del mismo sexo en su vida (intervalo de confianza al 95% entre 0,00 y 0,59) y de 0,34 para el número total de parejas del mismo sexo que habían tenido a lo largo de su vida (intervalo de confianza al 95% entre 0,00 y 0,53). En este estudio, los factores ambientales propios de uno de los gemelos pero no del otro explicaban el 61% y el 66% de la variación, respectivamente, mientras que los factores ambientales compartidos por ambos no lograban explicar ninguna variación. En mujeres, la tasa de heredabilidad en caso de haber tenido al menos una pareja del mismo sexo en la vida era de 0,19 (intervalo de confianza al 95% entre 0,00 y 0,49); para el número total de parejas del mismo sexo a lo largo de la vida, era de 0,18 (intervalo de confianza al 95% entre 0,11 y 0,45). Los factores ambientales únicos explicaban el 64% y el 66% de la variación, respectivamente, mientras que los factores ambientales compartidos representaban el 17% y el 16%, respectivamente. Sin perder de vista que la mayoría de los intervalos de confianza anteriores contenían el valor nulo y que nunca se puede descartar del todo la presencia de confusión residual, estos valores son compatibles con cierto componente genético del comportamiento homosexual Sin embargo, los datos sugieren que los factores ambientales no compartidos desempeñan un papel crucial, tal vez preponderante. Los autores concluyeronn que la orientación sexual surge tanto de influencias hereditarias como ambientales específicas para cada individuo y afirmaronn que “los actuales resultados refrendan la noción de que el entorno específico del individuo efectivamente ejerce una influencia en sus preferencias sexuales.”[38]
Otro gran estudio en gemelos, representativo a nivel nacional en los Estados Unidos, fue publicado por los sociólogos Peter S. Bearman y Hannah Brückner en 2002, utilizando datos del National Longitudinal Study of Adolescent to Adult Health (comúnmente abreviado como Add Health) de adolescentes de 7º a 12º grado (aproximadamente de 12-18 años de edad).[39] En el estudio, Bearman y Brückner intentaron hacer una estimación de la influencia relativa de los factores sociales, genéticos y hormonales prenatales en el desarrollo de la atracción hacia personas del mismo sexo. Globalmente, el 8,7% de los 18.841 adolescentes participantes en el estudio declaró sentir atracción por personas de su mismo sexo, el 3,1% estar manteniendo una relación romántica con una persona de su mismo sexo y el 1,5% un comportamiento sexual con individuos de su mismo sexo. Los autores analizaron inicialmente la “hipótesis de la influencia social,” según la cual mellizos de diferente sexo reciben una menor socialización de género (proceso mediante el que los niños aprenden las expectativas sociales, actitudes y comportamientos típicamente asociados con niños y niñas) por parte de sus familias que los gemelos del mismo sexo o hermanos de sexos opuestos. Descubrieron que esa hipótesis estaba suficientemente respaldada en el caso de los chicos. Mientras que las chicas en parejas de mellizos de diferente sexo que participaron en el estudio eran, entre todos los grupos, las que mostraban una menor probabilidad de declararse atraídas hacia personas del mismo sexo (5,3%), los chicos de parejas de mellizos de diferente sexo eran los que mostraban la probabilidad más alta (16,8%) –más del doble que otros chicos con una hermana de padre y madre que no fuera melliza (16,8% frente a 7,3%). Los autores llegaron a la conclusión de que había “pruebas sustanciales indirectas que respaldaban un modelo de socialización a nivel individual.”[40]
Asimismo, los autores examinaron la “hipótesis de la transferencia hormonal intrauterina,” según la cual las transferencias prenatales de hormonas entre fetos de mellizos de diferente sexo influye en la orientación sexual de los mellizos (téngase en cuenta que este caso es diferente de la hipótesis más general sobre la influencia de las hormonas prenatales en el desarrollo de la orientación sexual.). En el estudio, la proporción de chicos de parejas de mellizos de diferente sexo que se declaraban atraídos por personas del mismo sexo era aproximadamente el doble entre los que no tenían hermanos mayores (18,7%) que entre los que sí los tenían (8,8%). Los autores afirmaban que ese hallazgo constituía una prueba contundente contra la hipótesis de la transferencia hormonal, puesto que la existencia de hermanos mayores no debería reducir la probabilidad de atracción hacia el mismo sexo si esa atracción se basaba en transferencias hormonales prenatales. No obstante, esa conclusión parece prematura: las observaciones también respaldan la posibilidad de que tanto los factores hormonales como la existencia de un hermano mayor tuviera influencia, sobre todo si este último factor influye en el primero. Este estudio tampoco encontró correlación alguna entre atracción hacia personas del mismo sexo y la existencia de múltiples hermanos mayores, citada en otros estudios anteriores.[41]
Por último, Bearman y Brückner no hallaron pruebas de una influencia genética significativa en la atracción sexual. Para demostrarse una influencia significativa sería necesario que gemelos idénticos tuvieran tasas de concordancia notablemente superiores en la atracción hacia el mismo sexo que mellizos o hermanos no gemelos. No obstante, en el estudio las tasas eran estadísticamente similares: los gemelos idénticos presentaban una concordancia del 6,7%; los mellizos dicigóticos, del 7,2%, y los hermanos de padre y madre, del 5,5%. Los autores concluían que “la influencia genética, de haberla, es más probable que solo pueda manifestarse dentro de estructuras sociales específicas y circunscritas.”[42] Sobre la base de los datos obtenidos, los autores indicaban que la única estructura social observada que podía posibilitar esa manifestación genética era la “socialización de género asociada a parejas de mellizos primogénitos de distinto sexo,”[43] un caso más acotado. Por consiguiente, deducían que los resultados “respaldan la hipótesis de que una menor socialización de género en la primera infancia y en la preadolescencia conforma las subsiguientes preferencias románticas hacia personas del mismo sexo.”[44] Si bien esos hallazgos son interesantes, es necesario realizar más estudios para confirmar dicha hipótesis. Asimismo, los autores defendían que las mayores tasas de concordancia en la atracción hacia individuos el mismo sexo apuntadas en estudios previos podrían no ser fiables debido a problemas metodológicos como el uso de muestras no representativas o muestras de tamaño reducido (no obstante, cabe indicar que esas observaciones se publicaron antes de la realización del estudio de Långström y colegas, anteriormente analizado, que emplea un diseño de estudio que no parece tener esas limitaciones).
Para conciliar todos estos datos un tanto dispares sobre heredabilidad, podríamos formular la hipótesis de que la atracción hacia personas del mismo sexo podría tener un componente hereditario más fuerte a medida que los individuos son más maduros, es decir, cuando los investigadores intentan cuantificar la orientación sexual en fases posteriores de la vida (como en el estudio de 2010 de Långström y colegas) en comparación con sujetos en fases iniciales de la vida. Las estimaciones sobre heredabilidad pueden verse modificadas en función de la edad en que se mide un rasgo, ya que los cambios en los factores ambientales que pueden influir en la variación del mismo pueden ser diferentes a distintas edades en cada individuo y porque los rasgos influidos por la genética pueden ir consolidándose a medida que el individuo se va desarrollando (la altura, por ejemplo, se consolida en la edad adulta). Esta hipótesis de que la atracción hacia personas del mismo sexo puede ser más flexible en la adolescencia que en periodos posteriores de la edad adulta también parece confirmarse con los hallazgos, que se analizan a continuación.
En contraste con los estudios que acabamos de resumir, el psiquiatra Kenneth S. Kendler y colegas llevaron a cabo un amplio estudio en gemelos con una muestra probabilística de 794 parejas de gemelos y 1.380 hermanos no gemelos.[45] A partir de las tasas de concordancia en orientación sexual (definida en el estudio como la forma en que se autodefinía el sujeto según la atracción que sentía), estos autores afirman que sus resultados “apuntan a que los factores genéticos posiblemente tengan una influencia importante en la orientación sexual.”[46] Sin embargo, el estudio no parece ser suficientemente determinante como para extraer conclusiones sobre el grado de influencia genética en la sexualidad: solo 19 de las 324 parejas de gemelos idénticos contaban con, al menos, un miembro no heterosexual, y 6 de esas 19 parejas eran concordantes; 15 de las 240 parejas de mellizos del mismo sexo tenían, al menos, un miembro no heterosexual, y 2 de esas 15 parejas eran concordantes. Dado que solo 8 parejas presentaban concordancia en lo referente a no heterosexualidad, la capacidad del estudio para realizar comparaciones sustancialmente significativas entre gemelos idénticos y mellizos (o entre gemelos y hermanos no gemelos) es limitada.
En su conjunto, estos estudios sugieren que (dependiendo de cómo se defina la variable “homosexualidad”), en algún porcentaje entre el 6% y el 32% de los casos, ambos miembros de una pareja de gemelos idénticos es homosexual si al menos uno de ellos lo es. Puesto que algunos estudios con gemelos detectaron mayores tasas de concordancia en gemelos idénticos que en mellizos o hermanos no gemelos, podría ser que hubiera influencias genéticas en el deseo sexual y las preferencias de conducta. No obstante, no debemos olvidar que habitualmente los gemelos idénticos comparten aún más entornos parecidos (experiencias afectivas tempranas, relaciones con compañeros, etc.) que los mellizos o hermanos no gemelos. Así, por ejemplo, a causa de su aspecto y carácter similar, es más probable que los gemelos idénticos sean tratados de forma parecida que los mellizos u otro tipo de hermanos. Por consiguiente, algunas de esas tasas de concordancia más altas podrían atribuirse a factores ambientales en lugar de a factores genéticos. Es lo que llamábamos “confusión residual” más arriba. En cualquier caso, si efectivamente los genes desempeñan un papel a la hora de predisponer a los individuos a determinados deseos o comportamientos sexuales, estos estudios dejan claro que la influencia genética no cuenta toda la historia.
Como resumen de los estudios con gemelos, podemos afirmar que no hay pruebas científicas fiables de que la orientación sexual venga determinada por los genes, si bien hay pruebas de que los genes desempeñan alguna influencia en la orientación sexual. Por lo tanto, la pregunta “¿los gais nacen así?” requiere de una aclaración. No hay prácticamente prueba alguna de que alguien, gay o heterosexual, “nazca así,” si con ello se pretende decir que su orientación sexual estaba genéticamente determinada. Sin embargo, ciertas pruebas de los estudios con gemelos señalan que determinados perfiles genéticos quizás sí aumenten la probabilidad de que una persona se identifique más tarde como gay o tenga una conducta sexual con personas del mismo sexo, sobre todo si esta persona tiene experiencias y vivencias personales que acabarían siendo las verdaderas “causas” de dicha orientación sexual.
En futuros estudios sobre la heredabilidad de la orientación sexual con gemelos debería incluirse el análisis de muestras más grandes, metanálisis u otras revisiones sistemáticas para superar el reducido tamaño de la muestra y la limitada potencia estadística que presentan algunos de los estudios existentes. También sería necesario un análisis de las tasas de heredabilidad entre las diversas dimensiones de la sexualidad (como la atracción, la conducta y la identidad) con el fin de superar las imprecisiones del concepto ambiguo de orientación sexual y las limitaciones de los estudios que únicamente se fijan en una de esas dimensiones de la sexualidad. Así mismo, será necesario atender y analizar mejor los sesgos que hemos citado antes de sacar conclusiones y realizar declaraciones contundentes a la sociedad.
Al analizar la cuestión de si la genética puede influir en la homosexualidad y hasta qué punto, de momento nos hemos limitado a estudios que emplean métodos de genética clásica para estimar la heredabilidad de un rasgo como la orientación sexual, pero que no identifican a unos genes en particular que puedan tener relación con ese rasgo.[47] No obstante, la genética también se puede estudiar usando los a menudo denominados “métodos moleculares,” que son aquellos que proporcionan estimaciones sobre qué variaciones genéticas en particular se asocian a determinados rasgos, ya sean físicos o de conducta.
Uno de los primeros intentos para establecer una base genética más específica para la homosexualidad tuvo lugar en un estudio de 1993 que el genetista Dean Hamer y sus colegas llevaron a cabo con 40 parejas de hermanos homosexuales.[48] Tras examinar el historial familiar homosexual de esos individuos, se identificó un posible ligamiento entre la homosexualidad en el hombre y los marcadores genéticos de la región Xq28 del cromosoma X. Los intentos de replicar ese influyente estudio han dado resultados dispares: George Rice y colegas intentaron, sin éxito, obtener los mismos hallazgos de Hamer,[49] pero en 2015 Alan R. Sanders y colegas lograron llegar a los mismos resultados originales de Hamer usando una población más amplia formada por 409 parejas de gemelos homosexuales del sexo masculino, descubriendo asimismo otras regiones con ligamiento genético[50] (No obstante, dado que el efecto era escaso, el marcador genético no mostró ser un buen predictor de la orientación sexual).
Estudios como los anteriormente citados sobre ligamientos genéticos permiten identificar, mediante la observación de las pautas hereditarias, regiones específicas de los cromosomas que pueden tener relación con un rasgo. Actualmente, uno de los principales métodos para deducir qué variantes genéticas están asociadas a un rasgo es el estudio de asociación del genoma completo, que recurre a técnicas de secuenciación del ADN para identificar diferencias en el ADN que pudieran estar asociadas a un rasgo en particular. Los científicos examinan millones de variantes genéticas en un gran número de individuos que comparten un rasgo específico, así como en individuos que no lo presentan, y comparan la frecuencia de las variantes genéticas entre los que sí lo tienen y los que no. De ello se deduce que las variantes genéticas específicas que se dan con más frecuencia entre los portadores del rasgo, frente a los que no lo tienen, implican algún tipo de asociación con el rasgo en cuestión. Los estudios de asociación del genoma completo han cobrado popularidad en los últimos años, si bien son pocos los estudios científicos de esa índole que han logrado establecer asociaciones significativas entre variantes genéticas y orientación sexual. El mayor estudio para identificar variantes genéticas asociadas a la homosexualidad, un trabajo con más de 23.000 individuos pertenecientes a la base de datos 23andMe presentado en la convención anual de la American Society of Human Genetics de 2012, no encontró ligamientos de relevancia en el genoma completo de hombres y mujeres con una homosexualidad.[51]
Por tanto, una vez más, las pruebas que demuestran la base genética de la homosexualidad no son ni consistentes ni concluyentes, lo que apunta a que, aunque los factores genéticos puedan explicar parte de la variación en la orientación sexual, es probable que la contribución genética a ese rasgo no sea de peso ni mucho menos decisiva.
Como suele suceder a menudo con las tendencias conductuales humanas, es posible que la genética contribuya a la propensión a tener inclinaciones o conductas homosexuales. La expresión fenotípica de los genes está normalmente influida por factores ambientales (diferentes entornos pueden generar diferentes fenotipos incluso con los mismos genes). Así pues, incluso si existen factores genéticos que contribuyen a la homosexualidad, la atracción y la preferencia sexual de un individuo también pueden verse influidas por una serie de factores ambientales, como los factores de estrés social, incluyendo los abusos emocionales, físicos o sexuales. Será necesario, pues, estudiar los factores de desarrollo, ambientales, vivenciales, sociales y volitivos para hacernos una imagen más completa de cómo se desenvuelven los intereses, atracciones y deseos sexuales.
Llegados a este punto, los lectores profanos en la materia ya habrán observado que, incluso en la dimensión puramente biológica de la genética, los científicos ya han dejado a un lado el manido debate de “innato o adquirido,” referente a la psicología humana, y reconocen que no se puede ofrecer una hipótesis verosímil que demuestre que algún rasgo concreto venga determinado o bien exclusivamente por la genética o bien por el ambiente. Así, por ejemplo, el floreciente campo de la epigenética demuestra que incluso en el caso de los rasgos relativamente simples, la expresión genética en sí puede estar influida por innumerables factores externos que pueden dar forma al funcionamiento de los genes.[52] Eso es aún más relevante cuando se trata de la relación entre genes y rasgos complejos como la atracción sexual, los impulsos y las conductas.
Estas interacciones gen-ambiente son complejas y multidimensionales. Los factores de desarrollo no genéticos y las experiencias ambientales pueden estar conformados, en parte, por factores genéticos que actúan de forma sutil.Los genetistas sociales han documentado el papel indirecto de los genes en algunas conductas de identificación con los semejantes, como, por ejemplo, la que sostiene que el aspecto físico de un individuo puede influir en que un grupo social incluya o excluya a ese individuo en cuestión.[53]
Los genetistas contemporáneos saben que los genes pueden influir en la gama de intereses y motivaciones de una persona y, por tanto, afectar indirectamente al comportamiento. Si bien los genes pueden de ese modo influir en que una persona se incline por determinadas conductas, la imposición directa de un comportamiento, sin tomar en cuenta una amplia gama de otros factores, parece menos plausible. Los genes pueden influir en la conducta de forma más sutil, en función de estímulos del medio externo (por ejemplo, la presión de nuestros semejantes, la sugestión o las recompensas a determinadas conductas) junto con factores psicológicos y la propia conformación física de la persona. Dean Hamer, cuyo trabajo sobre el papel de la genética en la homosexualidad se ha examinado anteriormente, explicaba algunas de las limitaciones de la genética de la conducta en un artículo de 2002 publicado en Science: “La verdadera culpable [de la falta de progresos en la genética de la conducta] es la presunción de que la rica complejidad del pensamiento y las emociones humanas puede reducirse a una relación simple y lineal entre genes y comportamiento del individuo… Este modelo simplista, que subyace en los estudios más recientes en el campo de la genética de la conducta, ignora la importancia crítica del cerebro, el ambiente y las redes de expresión de los genes”[54].
Las influencias genéticas que afectan a cualquier conducta humana compleja, ya sean conductas sexuales o interacciones personales, en parte dependen de las experiencias vitales del individuo a medida que madura. Los genes solo son una de las múltiples influencias clave en el comportamiento, y deben ponerse junto con las influencias ambientales, las elecciones personales y las experiencias interpersonales. Hasta la fecha las pruebas apuntan firmemente a que la contribución de los factores genéticos es modesta y, en cualquier caso, indirecta. Podemos afirmar con total seguridad que los genes no son la causa única y directa de la orientación sexual; es más, hay pruebas de que los genes desempeñan un papel modesto a la hora de contribuir al desarrollo de la atracción y el comportamiento sexual y pocas pruebas respaldan la narrativa simplista del “nacido así” cuando se intenta aplicarlo a la explicación de la naturaleza de la orientación sexual.
Otro importante campo de estudio en la hipótesis de que los humanos nacen con una predisposición a una determinada orientación sexual es el de la influencia hormonal prenatal en el desarrollo físico y las conductas típicamente masculinas o femeninas en la primera infancia. Por razones éticas y prácticas, los trabajos experimentales en este campo se llevan a cabo con mamíferos (y no en seres humanos), lo que limita que esos estudios se pueden extrapolar a humanos. No obstante, los niños nacidos con trastornos del desarrollo sexual (TDS) sirven como población en la que examinar la influencia de las anomalías genéticas y hormonales en el posterior desarrollo de una identidad y orientación sexuales atípicas.
En general, se cree que, sobre el feto en desarrollo, las hormonas responsables de la diferenciación sexual tienen, o bien efectos organizativos (generando cambios permanentes en la configuración y receptividad del cerebro que, por tanto, se estiman en gran medida irreversibles), o bien de activación, que se manifestarán en estadios posteriores de la vida del individuo (en la pubertad y a lo largo de la edad adulta).[55] Las hormonas “organizativas” pueden preparar estructuralmente los sistemas fetales (incluyendo el cerebro) y crear el marco para que estos sean receptivos a las hormonas que aparecerán en la pubertad y más tarde, es decir, en el momento en que la hormona “activará” unos sistemas que se habían “organizado” en la fase prenatal.
Se piensa que los picos de respuesta al ambiente hormonal se producen durante la gestación. Por ejemplo, se cree que la testosterona ejerce la máxima influencia en el feto masculino entre las semanas 8 y 24, y nuevamente desde el nacimiento hasta aproximadamente los 3 meses de edad.[56] A lo largo de la gestación, la placenta y el sistema sanguíneo de la madre suministran los estrógenos.[57] Los estudios en animales revelan que incluso podría haber múltiples periodos de sensibilidad a toda una serie de hormonas, que la presencia de una hormona podría influir en la acción de otra y que la sensibilidad de los receptores de esas hormonas puede influir en su acción.[58] En cualquier caso, la diferenciación sexual, en sí misma, es un sistema de una gran complejidad.
Las hormonas con un especial interés para este campo de investigación son la testosterona, la dihidrotestosterona (un metabolito de la testosterona más potente que esta), el estradiol, la progesterona y el cortisol. Las vías comúnmente aceptadas de influencia hormonal normal en el desarrollo intrauterino son las siguientes: la pauta típica de diferenciación sexual en fetos humanos comienza con la diferenciación de los órganos sexuales en testículos y ovarios, proceso en gran medida controlado por los genes; Una vez diferenciados, testículos u ovarios producen hormonas específicas que determinan el desarrollo de los genitales externos. Este lapso de tiempo en la gestación es cuando las hormonas ejercen sus efectos fenotípicos y neurológicos. La testosterona, segregada por los testículos, contribuye al desarrollo de los genitales externos masculinos, y afecta al desarrollo neurológico en varones;[59] los genes y la ausencia de testosterona en las mujeres permiten que se desarrolle el patrón femenino de genitales externos.[60] Los desequilibrios en la testosterona o los estrógenos, así como su presencia o ausencia en periodos específicos críticos para la gestación, puede provocar trastornos de desarrollo sexual (aunque también causas genéticas o ambientales también pueden desembocar en trastornos de desarrollo sexual.)
El estrés también podría tener un papel a la hora de influir en el modo en que las hormonas determinan el desarrollo de las gónadas, el neurodesarrollo y las conductas posteriores típicas de cada sexo en la primera infancia.[61] El cortisol es la principal hormona asociada a las respuestas de estrés, y puede tener su origen, o bien en la madre –si esta experimenta factores estresantes particularmente intensos durante el embarazo–, o bien en el feto sometido a estrés.[62] Asimismo, también pueden darse unos niveles elevados de cortisol a causa de anomalías genéticas.[63] Uno de los trastornos de desarrollo sexual más estudiados es la hiperplasia suprarrenal congénita (HSC) que, en mujeres, puede derivar en una virilización genital.[64] Más del 90% de los casos de HSC son el resultado de la mutación de un gen que codifica el enzima que ayuda a sintetizar el cortisol.[65] Ello provoca una superproducción de precursores de cortisol, algunos de los cuales se convierten en andrógenos (hormonas asociadas al desarrollo sexual masculino).[66] Como resultado, las niñas nacen con algún grado de virilización genital, dependiendo de la gravedad de la anomalía genética.[67] En casos graves de virilización genital, en ocasiones se lleva a cabo una intervención quirúrgica para normalizar los genitales y, con frecuencia, también se administran terapias hormonales para mitigar los efectos del exceso de producción de andrógenos.[68] Las mujeres con HSC que en la fase fetal estuvieron expuestas a niveles de andrógenos superiores a la media tienen menor probabilidad de ser exclusivamente heterosexuales que las que no padecieron ese trastorno, y mujeres con formas de HSC más severas tienen mayores probabilidades de no ser heterosexuales que las que padecieron formas menos severas de dicha afección.[69]
De forma análoga, existen trastornos de desarrollo sexual en varones genéticos (es decir, con genotipo XY) afectados por insensibilidad a los andrógenos. En varones con síndrome de insensibilidad a los andrógenos, los testículos producen testosterona con normalidad, pero los receptores de la testosterona no funcionan.[70] Los genitales, en el momento del nacimiento, parecen femeninos, y con frecuencia se cría al recién nacido como si fuera una niña. La testosterona endógena del individuo se descompone en estrógenos, de forma que el individuo comienza a desarrollar características sexuales secundarias femeninas.[71] Hasta la pubertad no resulta evidente la existencia de un problema, cuando el individuo no comienza a menstruar como le corresponde.[72] En general, estos pacientes prefieren continuar viviendo como mujeres y su orientación sexual no difiere de la de mujeres con genotipo XX.[73] De hecho, los estudios señalan que tienen la misma probabilidad, si no superior, de estar interesadas exclusivamente en parejas del sexo masculino que mujeres con cromosomas XX.[74]
Existen otros trastornos de desarrollo sexual que afectan a algunos varones genéticos en los cuales las deficiencias en los andrógenos son el resultado directo de la falta de enzimas, bien para sintetizar la dihidrotestosterona a partir de testosterona, bien para producir testosterona a partir de su hormona precursora.[75] Los individuos que manifiestan estas disfunciones nacen con diversos grados de ambigüedad genital y, en ocasiones, se les cría como niñas. No obstante, con frecuencia experimentan durante la pubertad una virilización física y deben optar entre vivir como hombres o como mujeres. Peggy T. Cohen-Kettenis, profesora de desarrollo y psicopatología de género, descubrió que entre un 39% y un 64% de los individuos con esas disfunciones, criados como niñas, decidían pasar a vivir como hombres en la adolescencia y en los inicios de la edad adulta, e indicó asimismo que “el grado de masculinización genital externa en el momento del nacimiento no parece estar relacionada sistemáticamente con los cambios de identidad de género”[76].
Los estudios en gemelos citados anteriormente pueden arrojar luz sobre el papel de la influencia hormonal materna, ya que tanto gemelos idénticos como mellizos están expuestos a influencias hormonales similares en el útero. Las tasas de concordancia relativamente bajas en estudios con gemelos apuntan a que las hormonas prenatales, al igual que los factores genéticos, no desempeñan un papel sustancialmente determinante en la orientación sexual. Otros intentos por detectar influencias hormonales significativas en el desarrollo sexual han ofrecido asimismo resultados dispares y aún no está clara la relevancia de dichos hallazgos. Dado que desde un punto de vista metodológico es difícil el estudio directo de la influencia hormonal prenatal en el desarrollo sexual, algunos estudios han intentado desarrollar modelos en los que las diferencias de exposición a las hormonas prenatales se puedan deducir indirectamente (midiendo, por ejemplo, cambios morfológicos sutiles o examinando los trastornos hormonales que surgen en fases posteriores del desarrollo).
Así, por ejemplo, una estimación muy indirecta de los niveles de testosterona prenatal que utilizan los investigadores es la relación existente entre longitud del segundo dedo (el índice) y el cuarto dedo (el anular), que generalmente se denomina “ratio 2D:4D.” Algunas pruebas sugieren que esa relación puede verse afectada por la exposición prenatal a la testosterona, de modo que el mayor nivel de exposición a esta en varones provoca que su dedo índice sea más corto que el anular (una menor ratio 2D:4D) y viceversa.[77] Según una hipótesis, los hombres homosexuales tienen una ratio 2D:4D superior (más cercana a la que se observa en mujeres que en hombres heterosexuales), mientras que otra hipótesis sugiere lo contrario, que los hombres homosexuales podrían estar hipermasculinizados por la testosterona prenatal, lo que generaría una ratio más baja que en hombres heterosexuales. En el caso de las mujeres, también se ha propuesto una hipótesis para la homosexualidad según la cual estuvieron sometidas a hipermasculinización (ratio más baja, testosterona más alta). Diversos estudios que comparan ese rasgo en hombres y mujeres que se definen como homosexuales frente a otros que se declaran heterosexuales han arrojado resultados heterogéneos.
Un estudio publicado en Nature en 2000 indicaba que de una muestra de 720 adultos californianos, la ratio 2D:4D de la mano derecha en mujeres homosexuales era significativamente más masculina (es decir, una ratio menor) que en mujeres heterosexuales y no difería en gran medida de la de hombres heterosexuales.[78] Ese estudio también indicaba que no se observaban diferencias notables en la media de la ratio 2D:4D entre hombres heterosexuales y homosexuales. En otro estudio de ese mismo año, con una muestra relativamente reducida de hombres homosexuales y heterosexuales del Reino Unido, se observó una menor ratio 2D:4D (es decir, más masculina) en hombres homosexuales.[79] Un estudio de 2003, con una muestra de individuos captados en la ciudad de Londres, señalaba también que los homosexuales tenían una ratio 2D:4D menor que los heterosexuales[80], mientras que otros dos estudios con muestras de California y Texas indicaban ratios 2D:4D superiores entre hombres homosexuales[81].
Un estudio de 2003 comparaba siete parejas de gemelas monocigóticas con homosexualidad discordante (solo una de ellas era lesbiana) y cinco parejas de gemelas monocigóticas con homosexualidad concordante (ambas eran lesbianas).[82] En las parejas de gemelas con orientación sexual discordante, la que se declaraba homosexual presentaba una ratio 2D:4D inferior a su hermana, mientras que las concordantes no mostraban diferencias. Los autores interpretaban ese resultado como una indicación de que una “ratio 2D:4D baja es el resultado de diferencias en el entorno prenatal.”[83] Finalmente, un estudio de 2005 sobre ratios 2D:4D con una muestra de población austríaca formada por 95 hombres homosexuales y 79 heterosexuales indicaba que las ratios 2D:4D en heterosexuales no eran significativamente diferentes de las de los homosexuales.[84] Después de analizar los diversos estudios sobre este rasgo, los autores concluían que “es fundamental disponer de más datos antes de poder asegurar si existe un efecto 2D:4D en la orientación sexual masculina cuando se controla la variación étnica.”[85]
Numerosos estudios han analizado los efectos de las hormonas prenatales en la estructura cerebral y en el comportamiento. Una vez más, los resultados proceden esencialmente de estudios con primates (y no con seres humanos), si bien el análisis de los trastornos de desarrollo sexual ha propiciado una mayor comprensión de los efectos de las hormonas en el desarrollo sexual de los seres humanos. Puesto que las influencias hormonales se producen habitualmente en periodos delicados del desarrollo, momento en que sus efectos se manifiestan físicamente, resulta razonable suponer que los efectos organizativos de estos patrones hormonales tempranos y definidos temporalmente rijan aspectos del desarrollo neural. Algunas de esas influencias pueden ser la conectividad neuroanatómica y la sensibilidad neuroquímica.
En 1983, Günter Dörner y colegas llevaron a cabo un estudio que analizaba si existía alguna relación entre el estrés maternal durante el embarazo y la identidad sexual posterior de los niños. Para ello entrevistaron a 200 hombres acerca de sucesos estresantes que hubiesen podido ocurrirles a sus madres durante su vida prenatal.[86] Muchos de esos sucesos se produjeron como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Entre los hombres que declaraban que sus madres habían vivido sucesos entre moderada y gravemente estresantes durante el embarazo, el 65% era homosexual; el 25%, bisexual, y el 10%, heterosexual (la orientación sexual se evaluó con la escala de Kinsey). No obstante, estudios más recientes han demostrado una correlación mucho menor o no significativa.[87] En un estudio prospectivo realizado en 2002 sobre la relación entre orientación sexual y estrés prenatal durante el segundo y tercer trimestre, Hines y colegas observaron que el estrés indicado por las madres durante el embarazo mostraba “tan solo una pequeña relación” con la conducta típicamente masculina de sus hijas a los 42 meses de edad “y absolutamente ninguna relación” con la conducta típicamente femenina de sus hijos.[88]
En resumen, algunas formas de exposición hormonal prenatal, particularmente la HSC en mujeres, se asocia a diferencias en la orientación sexual, mientras que otros factores son, con frecuencia, importantes a la hora de determinar los efectos físicos y psicológicos de esa exposición. Las condiciones hormonales que intervienen en trastornos de desarrollo sexual pueden contribuir al desarrollo de una orientación no heterosexual en algunos individuos, pero eso no demuestra que dichos factores expliquen el desarrollo de una atracción, deseo o conducta sexual concreta en la mayoría de los casos.
Se han realizado diversos estudios que analizan las diferencias neurobiológicas de individuos que se definen como heterosexuales y otros que se definen como homosexuales. Estos trabajos comenzaron con un estudio de 1991 del neurocientífico Simon LeVay que apuntaba a la existencia de diferencias biológicas entre el cerebro de hombres gais y el de hombres heterosexuales, más específicamente en el volumen de un grupo celular concreto de núcleos intersticiales en el hipotálamo anterior (INAH3).[89] Trabajos posteriores del psiquiatra William Byne y colegas presentaban unos hallazgos más matizados: “En consonancia con dos estudios anteriores… hemos observado que el INAH3 es sexualmente dimórfico ya que tiene un volumen significativamente superior en hombres que en mujeres. Además, hemos podido corroborar que la diferencia de volumen entre ambos sexos se debe a una diferencia en el número de neuronas por sexos y no al tamaño o densidad de las neuronas”[90]. Los autores señalaban que, “si bien hay una tendencia a que el INAH3 ocupe un menor volumen en hombres homosexuales que en heterosexuales, no existe diferencia alguna en el número de neuronas dentro del núcleo en función de la orientación sexual.” Los autores especulaban que la “experiencia postnatal” podría ser responsable de las diferencias de volumen en esta región entre hombres homosexuales y heterosexuales, aunque señalaban que se necesitarían más estudios para confirmarlo.[91] Asimismo, indicaban que se desconocía el significado funcional de ese dimorfismo del INAH3. Los autores concluían que “en virtud de los resultados del presente estudio, así como del de LeVay (1991), la orientación sexual no se puede predecir con fiabilidad únicamente a partir del volumen del INAH3.”[92] En 2002, el psicólogo Mitchell S. Lasco y colegas publicaron un estudio que analizaba una región diferente del cerebro (la comisura anterior) y descubrieron que no existían diferencias significativas en la misma que tuvieran relación con el sexo o la orientación sexual.[93]
Desde entonces, se han llevado a cabo otros estudios para determinar diferencias estructurales o funcionales entre el cerebro de individuos heterosexuales y homosexuales, con multitud de criterios para definir esas categorías. Los hallazgos de varios de esos estudios se resumieron en un comentario publicado en 2008 en Proceedings of the National Academy of Sciences.[94] No obstante, estudios de esta naturaleza no parecen aportar nada de relevancia en cuanto a la etiología u orígenes biológicos de la orientación sexual. Debido a limitaciones intrínsecas, la literatura de esos estudios es apenas destacable. Por ejemplo, en un estudio se utilizaron imágenes por resonancia magnética funcionales para medir cambios de actividad en el cerebro al mostrar a los sujetos imágenes de hombres y de mujeres, y se descubrió que la visualización de un rostro femenino producía una mayor actividad en el tálamo y córtex orbitofrontal de hombres heterosexuales y mujeres homosexuales, mientras que en hombres homosexuales y mujeres heterosexuales esas regiones reaccionaban con mayor intensidad al rostro de un hombre.[95] El hecho de que el cerebro de mujeres heterosexuales y el de hombres homosexuales reaccionen de una forma al rostro de hombres, mientras que el cerebro de hombres heterosexuales y el de mujeres homosexuales reaccionen de otra al rostro de mujeres es un hallazgo más bien trivial para comprender la etiología de la atracción homosexual. En una línea similar, otro estudio indicaba diferentes respuestas a las feromonas entre hombres homosexuales y heterosexuales[96], y un estudio de seguimiento mostraba un resultado similar en mujeres homosexuales comparadas con mujeres heterosexuales.[97] Otro trabajo mostraba diferencias de asimetría cerebral y conectividad funcional entre sujetos homosexuales y heterosexuales.[98]
Aunque hallazgos de esta índole pueden señalarnos nuevas vías para investigaciones futuras, no nos hacen avanzar mucho hacia una mejor comprensión de los determinantes biológicos y ambientales de la atracción, el interés, las preferencias o las conductas sexuales. Más adelante nos extenderemos más sobre este punto, pero de momento ilustraremos brevemente algunas limitaciones propias de este ámbito de investigación con el siguiente ejemplo hipotético. Supongamos que quisiéramos estudiar el cerebro de profesores de yoga y compararlo con el de fisicoculturistas. Si los estudiamos lo suficiente, con el tiempo acabaremos detectando diferencias estadísticamente significativas en alguna región de la morfología cerebral o en la función cerebral de ambos grupos. No obstante, ello no implicaría que esas diferencias determinasen la diferente trayectoria vital del profesor de yoga y del fisicoculturista. Esas diferencias cerebrales podrían más bien haber sido el resultado, y no la causa, de pautas diferenciadas de conducta o intereses.[99] Veamos otro ejemplo. Supongamos que los hombres gais tienden a tener menos grasa corporal que los heterosexuales (tal como indican unos índices de masa corporal por debajo de la media). Aunque la masa corporal viene determinada en parte por la genética, no podríamos asegurar, en virtud de ese hallazgo, que existiera una causa genética innata entre “masa corporal” y “homosexualidad.” Puede darse el caso, por ejemplo, que ser gay esté asociado a llevar una dieta para reducir la masa corporal. Estos ejemplos ilustran uno de los problemas más comunes en la interpretación popular de esos estudios: la suposición de que el patrón neurobiológico determina una expresión conductual en particular. Estos estudios suelen ser estudios epidemiólogicos de tipo “transversal” o “descriptivos” y no son los más apropiados para establecer relaciones de tipo causa-efecto.
Después de este resumen de estudios sobre factores biológicos que pueden influir en la atracción, preferencias o deseos sexuales, es comprensible la conclusión un tanto tajante a la que llegaron la psicóloga Letitia Anne Peplau y sus colegas en una revisión de artículos de 1999: “Recapitulando, más de 50 años de estudios no han logrado demostrar que los factores biológicos influyan de manera importante o determinante en el desarrollo de la orientación sexual femenina… En contra de la creencia popular, los científicos no han logrado demostrar de modo convincente que la biología determine la orientación sexual femenina.”[100] A la vista de los estudios aquí mencionados, también podría hacerse la misma afirmación sobre la orientación sexual masculina, independientemente de cómo se defina el concepto.
Existen importantes limitaciones intrínsecas con respecto a lo que pueden demostrar el tipo de estudios empíricos resumidos en las secciones anteriores; ignorarlas es una de las principales razones que habitualmente llevan a una interpretación errónea de esos estudios en la esfera pública. Puede resultar tentador presuponer que si un perfil biológico concreto se asocia a un rasgo psicológico o de conducta, entonces ese perfil biológico es el causante del mismo, como acabamos de ver en el ejemplo de la estructura cerebral. Ese razonamiento se sustenta en una falacia, y en esta sección, basándonos en conceptos del campo de la epidemiología, explicaremos el por qué de este tipo de errores.,. Si bien algunas de las cuestiones son bastante técnicas cuando se analizan en detalle, intentaremos explicarlas de una forma más general para que resulten accesibles a un lector no versado en la materia.
Supongamos, con fines puramente ilustrativos, que se encontraran una o más diferencias en un rasgo biológico entre hombres homosexuales y hombres heterosexuales. Esa diferencia podría ser una medida discreta o categórica (llamémosla D), como la presencia de un marcador genético, o bien una medida continua (llamémosla C), como, por ejemplo, el volumen medio de una región concreta del cerebro.
Demostrar que un factor de riesgo aumenta notablemente las probabilidades de un problema de salud, o un comportamiento concreto, podría darnos pistas sobre el desarrollo de ese problema sanitario o comportamiento, pero no nos da pruebas de una relación causal. De hecho, tal vez no nos proporcione pruebas de nada, excepto de que existe una correlación entre ambos factores. En ocasiones se infiere que, si se puede demostrar que los hombres gais y los heterosexuales difieren significativamente en la probabilidad de que D esté presente (ya sea D un gen, un factor hormonal u otro elemento), por baja que sea esa probabilidad, entonces ese hallazgo apunta a que ser gay tiene una base biológica. Pero esa presunción está injustificada. Duplicar (o incluso triplicar o cuadruplicar) la probabilidad de tener un rasgo relativamente infrecuente posee un escaso valor en términos predictivos sobre quién se identificará y quién no se identificará como gay, si no se cumplen otros criterios de causalidad, más alla de la asociación estadística, y si no se arroja el dato de un diseño epidemiológico óptimo.
Lo mismo podría decirse de cualquier variable continua (C). Demostrar una diferencia significativa en el promedio de un rasgo concreto (como el volumen de una región concreta del cerebro) entre unos hombres que se definen como heterosexuales y otros que se definen como homosexuales no basta para demostrar que esa diferencia en la media contribuya a la probabilidad de identificarse como heterosexual u homosexual.
Si la discusión anterior abordaba el papel que pueden desempeñar los factores biológicos en el desarrollo de la orientación sexual, en esta sección resumiremos las pruebas de que un factor ambiental concreto (los abusos sexuales en la infancia) aparece con una frecuencia notablemente superior en las declaraciones de individuos que más tarde se identifican como homosexuales. Los resultados presentados a continuación plantean la cuestión de si existe una relación entre abuso sexual, especialmente en la infancia, y manifestaciones posteriores de atracción, conducta e identidad sexual. De ser así, ¿acaso podrían los abusos a menores incrementar la probabilidad de una orientación no heterosexual?
Como mínimo, se ha observado una relación, que pasaremos a resumir más adelante. Pero en primer lugar hay que recordar que esa relación podría justificar una o más de las siguientes hipótesis:
1. Los abusos pueden contribuir al desarrollo de una orientación no heterosexual.
2. Los niños con tendencia no heterosexual (o con signos de una futura tendencia de este tipo) podrían atraer a los abusadores, lo que los convierte en un grupo de elevado riesgo.
3. Ciertos factores podrían contribuir tanto al abuso sexual en la infancia como a las tendencias no heterosexuales (por ejemplo, familias disfuncionales o progenitores alcohólicos).
No debe olvidarse que estas tres hipótesis no son mutuamente excluyentes; es posible que las tres, e incluso otras, intervengan simultáneamente. Al resumir los estudios sobre la materia, intentaremos evaluar cada una de estas hipótesis sobre la base de los estudios científicos actuales.
El profesor de salud pública y conductual Mark S. Friedman y colegas llevaron a cabo en 2011 un metanálisis de 37 estudios en los Estados Unidos y Canadá que examinaban los abusos sexuales, los abusos físicos y la agresión o acoso por los pares (bullying) en heterosexuales en comparación con no heterosexuales.[101] Sus resultados demostraron que, en términos medios, los no heterosexuales tenían una probabilidad 2,9 veces mayor de declarar haber sido víctimas de abusos en la infancia (en edades inferiores a los 18 años). En particular, los hombres no heterosexuales tenían una probabilidad 4,9 veces mayor que sus compañeros heterosexuales de declarar abusos sexuales (las mujeres no heterosexuales, 1,5). Los adolescentes no heterosexuales, en su conjunto, tenían una probabilidad 1,3 veces mayor de declarar abusos sexuales de sus progenitores que los heterosexuales, si bien los adolescentes gais y lesbianas solo tenían una probabilidad 0,9 veces mayor (en bisexuales, esa probabilidad era 1,4 veces mayor). En cuanto a bullying, los no heterosexuales tenían una probabilidad 1,7 veces mayor de declarar haber sufrido lesiones o amenazas con armas o haber sido atacados.
Los autores destacaban que, aunque suponían que los abusos se reducirían a medida que aumentara la aceptación social de la homosexualidad, “las disparidades en prevalencias de abusos sexuales, abusos físicos de progenitores y bullying entre jóvenes de minorías sexuales y los que no pertenecían a estas no se habían alterado desde la década de 1990 hasta la década de 2000.”[102] Aunque estos autores citaban a expertos que aseguraban que los abusos no “hacen que los individuos se vuelvan gais, lesbianas o bisexuales,”[103] sus datos no aportan pruebas contra la hipótesis de que los abusos sexuales en la infancia pudieran afectar la orientación sexual. Por otra parte, el sentido causa-efecto podría ir en dirección contraria o ser bidireccional. Las pruebas aportadas no refutan ni corroboran esa hipótesis, y el diseño del estudio no permite arrojar demasiada luz sobre la cuestión de la direccionalidad.
Los autores recurren a una hipótesis frecuentemente citada para explicar las mayores tasas de abusos sexuales entre los no heterosexuales, según la cual “los individuos de minorías sexuales tienen… mayores probabilidades de ser víctimas de abusos sexuales, ya que los jóvenes que dan la impresión de ser gais, lesbianas o bisexuales tienen mayores probabilidades de ser víctimas de bullying por parte de sus compañeros.”[104] Las dos hipótesis (que los abusos son una causa y que son el resultado de tendencias no heterosexuales) no son mutuamente excluyentes: los abusos bien podrían ser un factor causal en el desarrollo de la atracción y el deseo no heterosexual y, a la vez, la atracción, el deseo y la conducta no heterosexual pueden incrementar el riesgo de ser objeto de abusos.
La profesora de ciencias de la salud pública Emily Faith Rothman y colegas llevaron a cabo en 2011 una revisión sistemática de los estudios que analizaban la prevalencia de agresiones sexuales contra personas que se definían como gais, lesbianas o bisexuales en los Estados Unidos.[105] Se examinaron 75 estudios (25 de los cuales utilizaban muestras probabilísticas) con un total de 139.635 hombres gais o bisexuales (GB) o mujeres lesbianas o bisexuales (LB), que cuantificaban la prevalencia de abusos sufridos en función de agresiones sexuales a lo largo de la vida (ASV), agresiones sexuales en la infancia (ASI), agresiones sexuales en edad adulta (ASA), agresiones sexuales de la pareja (ASP) y agresiones sexuales relacionadas con crímenes motivados por el odio (ASO). Aunque el estudio era limitado, al no contar con un grupo de control heterosexual, mostraba unas tasas alarmantemente elevadas de agresiones sexuales en estas poblaciones, incluyendo agresiones sexuales en la infancia, tal como se resume en la Tabla 1.
Hombres GB (%) | Mujeres LB (%) |
---|---|
ASI: 4,1–59,2 (mediana 22,7) | ASI: 14,9–76,0 (mediana 34,5) |
ASA: 10,8–44,7 (mediana 14,7) | ASA: 11,3–53,2 (mediana 23,2) |
ASV: 11,8–54,0 (mediana 30,4) | ASV: 15,6–85,0 (mediana 43,4) |
ASP: 9,5–57,0 (mediana 12,1) | ASP: 3,0–45,0 (mediana 13,3) |
ASO: 3,0–19,8 (mediana 14,0) | ASO: 1,0–12,3 (mediana 5,0) |
A partir de un estudio de 2013 realizado en varios Estados con una muestra probabilística, la psicóloga Judith Anderson y colegas compararon las diferencias en experiencias infantiles adversas (familias disfuncionales; abusos físicos, sexuales o emocionales, y desavenencias parentales) entre adultos que se declaraban homosexuales, heterosexuales y bisexuales.[106] Descubrieron que los bisexuales tenían tasas notablemente superiores a los heterosexuales en todos esos supuestos, y los gais y lesbianas, una proporción notablemente superior a los heterosexuales en todos los parámetros salvo en separación o divorcio de los padres. En conjunto, gais y lesbianas tenían una tasa de experiencias infantiles adversas 1,7 mayor, y los bisexuales, 1,6mayor. Los datos se resumen en la Tabla 2.
GLs | Bisexuaels | Heterosexuales |
29,7 | 34,9 | 14,8 |
GLs | Bisexuales | Heterosexuales |
47,9 | 48,4 | 29,6 |
GLs | Bisexuales | Heterosexuales |
29,3 | 30,3 | 16,7 |
Si bien este estudio, como otros analizados anteriormente, puede tener limitaciones a causa del sesgo anamnesico (es decir, imprecisiones por errores de memoria), tiene la virtud de contar con un grupo de control que se identifica como heterosexual y permite así la comparación con cohortes gay/lésbico y bisexual. En el análisis de los resultados, los autores critican la hipótesis de que los traumas infantiles tengan una relación causal con las preferencias homosexuales. Entre los motivos justificativos de su escepticismo indican que la gran mayoría de los individuos que padecen traumas infantiles no se vuelven gais o bisexuales, y que una conducta de “disconformidad de género” puede contribuir a explicar las elevadas tasas de abusos. No obstante, a partir de estos resultados, y otros relacionados, es posible pensar que las experiencias infantiles adversas pueden constituir un factor significativo (pero no determinante) en el desarrollo de preferencias homosexuales. En definitiva, son necesarios más estudios para determinar si una o las dos hipótesis tienen fundamento.
En un estudio de 2010, la profesora de ciencias sociales y del comportamiento Andrea Roberts y sus colegas analizaron la orientación sexual y el riesgo de trastorno de estrés postraumático (TEPT) a partir de datos de una encuesta epidemiológica presencial nacional en los Estados Unidos entre casi 35.000 adultos.[107] Los individuos se agruparon en diversas categorías: heterosexuales sin atracción hacia personas del mismo sexo ni parejas del mismo sexo (grupo de referencia); heterosexuales con atracción hacia personas del mismo sexo pero sin parejas del mismo sexo; heterosexuales con parejas del mismo sexo; individuos que se declaraban gais/lesbianas, e individuos que se declaraban bisexuales. Entre los que declaraban haber sufrido episodios traumáticos, los gais y lesbianas, así como los bisexuales, tenían un riesgo de TEPT a lo largo de la vida dos veces mayor que el grupo de referencia heterosexual. Asimismo, se detectaron diferencias en las tasas de maltrato infantil o violencia interpersonal: gais, lesbianas, bisexuales y heterosexuales con parejas del mismo sexo declaraban haber padecido traumas más graves en la infancia y adolescencia que el grupo de referencia. Los resultados se resumen en la Tabla 3.
Mujeres | Hombres |
---|---|
49,2% de las lesbianas | 31,5% de los gais |
51,2% de los bisexuales | Aprox. el 32% de los bisexuales[109] |
40,9% de los heterosexuales con parejas del mismo sexo | 27,9% de los heterosexuales con parejas del mismo sexo |
21,2% de los heterosexuales | 19,8% de los heterosexuales |
Unos patrones similares se observaban en un estudio de 2012 del psicólogo Brendan Zietsch y colegas, que se centraba principalmente en la cuestión de si los factores causales comunes podían explicar la relación entre orientación sexual (en el estudio, definida como preferencia sexual) y depresión.[108] En una muestra comunitaria de 9.884 gemelos adultos, los autores descubrieron que los no heterosexuales tenían una prevalencia notablemente más elevada de depresión a lo largo de la vida (odds ratio de 2,8 para hombres y 2,7 para mujeres). Tal como señalan los autores, los datos planteaban interrogantes sobre si esas mayores tasas de depresión en los no heterosexuales se podían explicar, en su totalidad, con la hipótesis del estrés social (la idea, que se analiza en profundidad en la Segunda Parte de este informe, es que el estrés social que padecen las minorías sexuales justifica que tengan mayor riesgo a sufrir problemas de salud mental). Los heterosexuales con un gemelo no heterosexual presentaban mayores tasas de depresión (39%) que las parejas de gemelos ambos heterosexuales (31%), hecho que apunta a que los factores genéticos, familiares o de otra índole podrían tener cierta influencia.
Los autores indican que, “tanto en hombres como en mujeres, se observaban tasas notablemente superiores de conducta no heterosexual en los participantes que habían sufrido abusos sexuales en la infancia y los que habían tenido un entorno familiar de riesgo en la infancia.”[110] En efecto, el 41% de los hombres no heterosexuales y el 42% de las mujeres no heterosexuales declaraban disfunciones familiares en la infancia, frente al 24% y al 30% entre hombres y mujeres heterosexuales, respectivamente. Y un 12% de los hombres no heterosexuales y el 24% de las mujeres no heterosexuales declaraban haber sufrido abusos sexuales antes de los 14 años, frente a un 4% y un 11% en hombres y mujeres heterosexuales, respectivamente. Los autores se apresuran a hacer hincapié en que no debe interpretarse que sus resultados desmientan la hipótesis del estrés social, pero sugieren que pueden intervenir otros factores. No obstante, sus hallazgos apuntan a que “podría haber factores etiológicos comunes para la depresión y las preferencias no heterosexuales, ya que señalan que los factores genéticos justifican el 60% de la correlación entre orientación sexual y depresión.”[111]
En un estudio de 2001, la psicóloga Marie E. Tomeo y colegas subrayaban que en la literatura previa se había encontrado que la población homosexual denunciaba unas tasas superiores de acoso sexual infantil, con cifras entre un 10% y un 46% de sujetos que declaraban abusos sexuales en la infancia.[112] Los autores descubrieron que el 46% de los hombres homosexuales y el 22% de las mujeres homosexuales declaraban haber sido acosados por una persona del mismo sexo, frente a un 7% de los hombres heterosexuales y un 1% de las mujeres heterosexuales. Asimismo, un 38% de las mujeres homosexuales entrevistadas no se identificaron como homosexuales hasta después del episodio de acoso, mientras que los autores reportan resultados contradictorios para el número de hombres que no se identificaron como homosexuales hasta después del episodio de acoso, un 68% en una parte del estudio (y por inferencia) un 32% en otra. En este estudio, la muestra era relativamente pequeña, con solo 267 individuos. Además, el parámetro de “contacto sexual” para abusos era en el estudio, un tanto vago, y se reclutó a los sujetos entre los asistentes a actos del orgullo gay de California. No obstante, los autores indican que “es muy poco probable que todos los resultados obtenidos tengan únicamente aplicación a homosexuales que asisten a fiestas gay y se ofrecen voluntarios a participar en cuestionarios de investigación.”[113]
En 2010, las psicólogas Helen Wilson y Cathy S. Widom publicaron un estudio de seguimiento prospectivo de 30 años de duración (con niños y niñas que habían sufrido abusos o carencias entre 1961 y 1971, a los que después se hizo un seguimiento después de los 30 años) para determinar si los abusos físicos y sexuales y la desatención en la infancia aumentaban la probabilidad de tener relaciones con personas del mismo sexo en fases posteriores de la vida.[114] Se cotejó una muestra original de 908 niños y niñas víctimas de abusos y/o desatenciones con un grupo de control libre de malos tratos formado por 667 individuos (agrupados por edad, sexo, grupo étnico y estratos socioeconómicos equiparables). La homosexualidad se operacionalizó en función de la convivencia con parejas románticas del mismo sexo o parejas sexuales del mismo sexo, y estaba presente en un 8% de la muestra. En ese 8%, la mayoría también declaraba haber tenido parejas del sexo opuesto, lo que apunta a mayores tasas de bisexualidad y flexibilidad en la atracción o conducta sexual. El estudio halló que los que declaraban casos de abuso sexual en la infancia tenían una probabilidad 2,8 veces mayor de indicar relaciones sexuales con personas del mismo sexo, aunque la “relación entre abuso sexual en la infancia y orientación sexual hacia personas del mismo sexo era solo significativa en el caso de los hombres.”[115] Tales hallazgos apuntaban a que los niños víctimas de abusos sexuales podrían tener una mayor probabilidad de entablar relaciones, tanto heterosexuales como homosexuales.
Los autores recomendaban prudencia a la hora de interpretar este resultado ya que la muestra de hombres que habían sido víctimas de abusos sexuales era reducida, si bien la relación seguía siendo estadísticamente significativa cuando se tenía en consideración el número total de parejas sexuales en la vida y el ejercicio de la prostitución. El estudio también presentaba limitaciones por el uso de una definición de orientación sexual que no tenía en cuenta cómo se definían los propios participantes, razón por la cual tal vez no se haya logrado identificar a individuos que sentían atracción hacia personas del mismo sexo pero que carecían de un historial de relaciones románticas de ese tipo. No obstante, el estudio presentaba dos aspectos notables desde un punto de vista metodológico. En primer lugar, su diseño prospectivo era más adecuado para evaluar relaciones causales que el típico diseño retrospectivo o transversal y, en segundo lugar, los abusos en la infancia declarados se documentaron en el momento en que tuvieron lugar, con lo que se reducía el sesgo anamnesico.
Tras examinar la relación estadística entre abusos sexuales en la infancia y homosexualidad en fases posteriores de la vida, nos remitimos nuevamente a la cuestión de si esa asociación implica una relación causal.
Un análisis de 2013 de la investigadora de la salud Andrea Roberts y colegas intentaba dar respuesta a esta cuestión.[116] Los autores indicaban que, si bien los estudios muestran que gais y lesbianas denuncian entre 1,6 y 4 veces más casos de abusos sexuales y físicos en la infancia que los heterosexuales, los métodos estadísticos convencionales no permiten demostrar una relación estadística lo suficientemente sólida como para corroborar el argumento de la causalidad. Los autores defendían que utilizando un complejo método estadístico conocido como “variables instrumentales,” usado en econometría y análisis económico, podría aumentar el nivel de esa relación[117] (el método es en cierto modo similar al de las “puntuaciones de propensión,” más complejo y habitual entre los investigadores de la salud pública). Los autores aplicaron el método de variables instrumentales a los datos recopilados de una muestrea representativa a nivel nacional en los Estados Unidos.
En él se utilizaron tres parámetros dicotómicos de orientación sexual: alguna atracción sexual hacia personas del mismo sexo frente a ninguna atracción; alguna pareja sexual del mismo sexo en la vida frente a ninguna pareja, y la identificación con lesbianas, gais o bisexuales frente a la identificación con heterosexuales. Al igual que en otros estudios, los datos mostraron una relación entre abusos sexuales o maltratos en la infancia y los tres parámetros de no heterosexualidad (atracción, parejas e identidad) y la máxima relación se daba entre abusos sexuales e identidad sexual.
Los modelos de variables instrumentales utilizados por los autores apuntaron a que unos abusos sexuales en fases tempranas aumentaban en 2,0 puntos porcentuales la proporción prevista de atracción hacia personas del mismo sexo, en 1,4 puntos la de tener parejas del mismo sexo, y en 0,7 puntos una identidad no heterosexual. Los autores calcularon, asimismo, la proporción de homosexualidad que podría atribuirse a abusos sexuales “utilizando estimaciones de sus efectos a partir de modelos convencionales” y descubrieron que, según esas estimaciones, “el 9% de los casos de atracción hacia personas del mismo sexo, el 21% de los sujetos con alguna pareja del mismo sexo en la vida y el 23% de los que se identificaban con homosexuales o bisexuales, se podían deber a abusos sexuales en la infancia.”[118] Cabe destacar que esas correlaciones son transversales: se comparan grupos de personas con grupos de personas en lugar de establecer un modelo de evolución de los individuos en el tiempo (un estudio diseñado con un análisis de series cronológicas permitiría el máximo respaldo estadístico a la hipótesis de la causalidad.) Por otra parte, estos resultados han recibido fuertes críticas por razones metodológicas, puesto que se hacen suposiciones injustificadas sobre la regresión de variables instrumentales. En un comentario, Drew H. Bailey y J. Michael Bailey aseguraban que “los resultados de Roberts et al. no solo no logran corroborar la idea de que los maltratos en la infancia provocan homosexualidad en la edad adulta, sino que el patrón de diferencias entre hombres y mujeres es contrario al que cabría esperar a partir de pruebas más fiables.”[119]
Roberts y colegas concluyeron su estudio con diversas hipótesis que explican las asociaciones entre factores epidemiológicos. En ellas, se hacen eco de otras hipótesis que afirman que los abusos sexuales perpetrados por hombres podrían hacer que los niños creyeran que son gais o que las niñas rechazaran el contacto sexual con hombres. Asimismo, también sugerían que los abusos sexuales podrían dejar un estigma en las víctimas, que a su vez las haría más propensas a tener comportamientos socialmente estigmatizados (como entablar relaciones sexuales con personas del mismo sexo). Los autores también señalan los efectos biológicos del maltrato y citan estudios que demuestran que la “calidad de los cuidados parentales” puede influir en receptores químicos y hormonales de niños y niñas, algo que en su opinión podría tener influencia en la sexualidad “a través de cambios epigenéticos, particularmente en la estría terminal y en la amígdala medial, regiones cerebrales que regulan el comportamiento social.”[120] Asimismo, citan la posibilidad de que la insensibilidad emocional causada por los maltratos pudiera llevar a las víctimas a conductas arriesgadas asociadas con el sexo con personas del mismo sexo o que la atracción y el tener parejas del mismo sexo pudieran ser el resultado de una “pulsión para buscar una intimidad y unas relaciones sexuales que reparen estados de ánimo deprimidos, estresados o irritados,” o de un trastorno límite de la personalidad, que es un factor de riesgo en individuos que han sufrido maltratos.[121]
En resumen, aunque varios estudios apuntan a que los abusos sexuales pueden tener una relación causal con las orientaciones no heterosexuales, son necesarias más investigaciones para poder dilucidar qué mecanismos biológicos y psicológicos intervienen. Sin esta investigación, la idea de que el abuso sexual puede ser una causa en la orientación sexual seguirá siendo una cuestión más compleja de entender.
Al margen de cómo surgen el deseo y el interés sexual, hay una cuestión relacionada que genera debate entre los científicos: el deseo y la atracción sexual, ¿tienden a ser fijos e inalterables a lo largo de la vida de una persona o, por el contrario, son flexibles y experimentan cambios en el tiempo y se fijan tras una determinada edad o periodo del desarrollo? Los partidarios de la teoría del “nacido así,” como ya se mencionara anteriormente, aseguran a veces que una persona no solo nace con una determinada orientación sexual, sino que además, dicha orientación es inmutable y fija de por vida.
Sin embargo, actualmente disponemos de considerables pruebas científicas de que el deseo, la atracción, la conducta e incluso la identidad sexual pueden cambiar con el tiempo, y de hecho lo hacen. Para estudiar los hallazgos en este campo, podemos remitirnos al estudio sobre sexualidad más exhaustivo hasta la fecha, el National Health and Social Life Survey de 1992 que llevó a cabo el National Opinion Research Center de la Universidad de Chicago (NORC).[122] Dos importantes publicaciones basadas en los datos de ese exhaustivo estudio del NORC han sido publicados: The Social Organization of Sexuality: Sexual Practices in the United States, un amplio texto con datos destinados a la comunidad científica, y Sex in America: A Definitive Survey, un libro más pequeño y accesible que resume los hallazgos para la opinión pública.[123] Ambos libros ofrecen datos fiables extraídos de una muestra probabilística de la población estadounidense entre 18 y 59 años de edad.
Según los datos del estudio del NORC, la prevalencia estimada de la no heterosexualidad, en función de cómo se operacionalizó y de si los sujetos eran hombres o mujeres, oscilaba, grosso modo, entre el 1 y el 9%.[124] Los estudios del NORC aportaron respetabilidad científica a los estudios sobre sexualidad, y los hallazgos se han podido replicar a gran escala en los Estados Unidos y en el extranjero. Por ejemplo, el British National Survey of Sexual Attitudes and Lifestyles (Natsal), que es tal vez la fuente más fiable de información sobre conductas sexuales en el Reino Unido y que se lleva realizando cada 10 años desde 1990.[125]
El estudio del NORC también señalaba cómo la conducta sexual y la identidad variaban considerablemente en diferentes entornos sociales y ambientales. Los resultados revelaron, por ejemplo, una diferencia palpable en las tasas de conducta homosexual masculina entre sujetos que habían pasado la adolescencia en zonas rurales, en comparación con los de las grandes metrópolis estadounidenses, lo que apunta a la influencia del entorno social y cultural. Mientras que solo un 1,2% de los hombres que habían pasado la adolescencia en el medio rural señalaban haber tenido una pareja sexual masculina durante el año de la encuesta, los que la habían pasado en zonas metropolitanas tenían casi cuatro veces más probabilidades (4,4%) de declarar un encuentro de esa índole.[126] A partir de esos datos, no es posible inferir las diferencias entre ambos entornos en la prevalencia del interés o la atracción sexual, pero esos datos señalan diferencias en las pautas de comportamiento sexual. También resulta destacable que era 9 veces más probable que las mujeres que habían ido a la universidad se identificasen como lesbianas que las que no habían ido.[127]
Asimismo, otros estudios poblacionales apuntan a que el deseo sexual puede ser flexible en un número considerable de individuos, especialmente entre los adolescentes a medida que van entrando en las primeras fases del desarrollo adulto. En lo referente a esta cuestión, la atracción y la identidad heterosexual parecen más estables que la atracción y la identidad homosexual o bisexual, tal como indican los datos del National Longitudinal Study of Adolescent to Adult Health (el estudio “Add Health,” citado anteriormente). Este estudio prospectivo longitudinal de una muestra nacional representativa de adolescentes estadounidenses de 7º a 12º grado se llevó a cabo durante el curso escolar 1994–1995, y ha hecho un seguimiento del grupo de participantes hasta los inicios de la edad adulta, con la realización de cuatro entrevistas de seguimiento (denominadas Waves [‘Oleadas’ o ‘Rondas’] I, II, III y IV, en la literatura correspondiente).[128] La última tuvo lugar en 2007–2008, cuando los participantes en la muestra tenían una edad entre 24 y 32 años.
La atracción romántica hacia personas del mismo o de ambos sexos era bastante común en la primera Oleada, con tasas de aproximadamente el 7% en chicos y el 5% en chicas.[129] Sin embargo, el 80% de los chicos adolescentes que se habían declarado atraídos por personas del mismo sexo en la primera ronda, más tarde, ya en la Oleada IV, a inicios de la edad adulta, se identificaban exclusivamente como heterosexuales.[130] Análogamente, entre los chicos adolescentes que en la Oleada I habían declarado una atracción romántica hacia ambos sexos, el 80% no indicaba ninguna hacia el mismo sexo en la tercera Oleada.[131] Los datos de las chicas encuestadas eran similares, aunque menos sorprendentes: entre las adolescentes con atracción hacia ambos sexos en la primera Oleada, más de la mitad declaraba atracción exclusiva hacia hombres en la tercera.[132]
J. Richard Udry, director de Add Health en las Oleadas I, II y III,[133] fue uno de los primeros en señalar la flexibilidad e inestabilidad de la atracción sexual entre las dos primeras Oleadas. Richard señaló que, entre los varones que en la Oleada I declaraban atracción romántica solo hacia varones y nunca hacia chicas, el 48% mantenía esa preferencia en la Oleada II, el 35% declaraba no sentir atracción hacia ningún sexo, el 11% manifestaba sentirse atraído únicamente por personas del mismo sexo, y el 6% declaraba sentir atracción hacia personas de ambos sexos.[134]
En 2007 Ritch Savin-Williams y Geoffrey Ream publicaron un análisis de los datos obtenidos en las Oleadas I–III de Add Health.[135] Entre los parámetros empleados se incluyó el haber sentido alguna vez una atracción romántica hacia un determinado sexo, la conducta sexual y la identidad sexual (las categorías de identidad sexual eran: 100% heterosexual, principalmente heterosexual con cierta atracción hacia personas del mismo sexo, bisexual, principalmente homosexual con cierta atracción hacia personas del sexo opuesto, y 100% homosexual.) Si bien los autores destacaban la “estabilidad de la atracción y la conducta heterosexual” entre las Oleadas I y III, también señalaban la existencia de una “alta proporción de participantes con conductas y atracción hacia personas del mismo o de ambos sexos que se pasaban a las categorías de atracción heterosexual entre una y otra Oleada.”[136] Una proporción mucho menor de sujetos de las categorías heterosexuales, y similar proporción de los que declaraban no sentir atracción alguna, se pasaron a las categorías no heterosexuales. Los autores resumían así los resultados: “Todas las categorías de atracción, salvo la atracción heterosexual, eran menos probables de mantenerse estables en el tiempo. Es decir, que era más probable que los sujetos con alguna atracción hacia personas del mismo sexo indicaran posteriormente cambios en su atracción que los que no sentían ninguna atracción de ese tipo.”[137]
Los autores también destacan las dificultades que planteaban esos datos para intentar definir el concepto de orientación sexual y clasificar a los individuos en función de esas categorías: “la cuestión fundamental es si tener ‘algún’ impulso sexual hacia personas del mismo sexo se debe considerar ‘no heterosexualidad.’ Qué grado de cada categoría en particular es necesario para decantar la balanza a favor de una u otra orientación sexual es algo que no resuelven los datos actuales, que tan solo nos dicen que esas decisiones tienen importancia en términos de tasas de prevalencia.”[138] Los autores sugerían que los investigadores podrían “renunciar por completo a la noción general de orientación sexual y evaluar únicamente los componentes relevantes relacionados con el tema de estudio.”[139]
Otro estudio prospectivo del 2013, realizado por el bioestadístico Miles Ott y colegas, con 10.515 jóvenes participantes (3.980 chicos y 6.535 chicas) mostraba unos resultados sobre cambios de orientación sexual entre adolescentes en consonancia con los hallazgos de Add Health, y apuntaba de nuevo a una flexibilidad y plasticidad en la atracción sexual entre los adolescentes.[140]
Años después de publicarse por vez primera los datos de Add Health, Archives of Sexual Behavior publicó un artículo de Savin-Williams y Joyner en el que criticaban los datos de Add Health referentes a los cambios en la atracción sexual.[141] Antes de manifestar sus críticas, Savin-Williams y Joyner resumían los hallazgos fundamentales de Add Health: “en los casi 13 años transcurridos entre las Oleadas I y IV, al margen de si los parámetros eran idénticos entre Oleadas (atracción romántica) o discrepantes en la terminología pero no en la teoría (atracción romántica e identidad de la orientación sexual), aproximadamente un 80% de los varones adolescentes y la mitad de las chicas que en la Oleada I expresaban una atracción romántica hacia personas del mismo sexo, ya fuera parcial o exclusiva, ‘se volvieron’ heterosexuales (atracción hacia pesonas del sexo opuesto o identidad exclusivamente heterosexual) en los inicios de la edad adulta.”[142] Los autores proponen tres hipótesis para explicar esas discrepancias:
(1) adolescentes gais que ocultan su orientación en los inicios de la edad adulta; (2) confusión sobre el uso y significado de la atracción sexual como indicador de orientación sexual; y (3) la existencia de adolescentes maliciosos que ‘bromeaban’ al indicar una atracción hacia personas del mismo sexo cuando en realidad no la sentían.[143]
Savin-Williams y Joyner rechazaban la primera hipótesis y se decantaban por la segunda y la tercera. En cuanto a la segunda, cuestionaban el uso de “atracción romántica” como parámetro para operacionalizar la identidad sexual:
Para ayudarnos a evaluar si la cuestión sobre el constructo/parámetro (atracción romántica frente a identidad de la orientación sexual) condicionaba los resultados, comparamos los dos constructos de la Oleada IV… Mientras que más del 99% de los jóvenes adultos con atracción romántica hacia personas del sexo opuesto se identificaba como heterosexual o mayoritariamente heterosexual, y un 94% de los que sentían atracción romántica hacia personas del mismo sexo se identificaba como homosexual o mayoritariamente homosexual, el 33% de los hombres atraídos por personas de ambos sexos se identificaba como heterosexual (solo el 6% de las mujeres atraídas por ambos sexos se identificaba como heterosexual). Estos datos indicaban que los jóvenes adultos de ambos sexos comprendían en general que el significado de atracción romántica hacia personas del mismo sexo o del sexo opuesto implicaba una identidad sexual concreta (y constante), con una flagrante excepción: un considerable subgrupo de hombres adultos jóvenes que, a pesar de su atracción romántica hacia ambos sexos, se identificaba como heterosexual.
En cuanto a la tercera hipótesis para justificar los datos de Add Health, Savin-Williams y Joyner señalaban que las encuestas entre adolescentes en ocasiones ofrecen resultados inusuales o distorsionados debido a que algunos no contestan con sinceridad. Ellos observaron que el estudio Add Health tenía un número considerable de respuestas inusuales. Por ejemplo, varios cientos indicaron en el cuestionario de la primera Oleada que tenían una extremidad artificial, mientras que en entrevistas posteriores, en casa, solo dos de todos ellos indicaron tenerla.[144] La probabilidad de que hubieran contestado el cuestionario de la primera Oleada con sinceridad era considerablemente menor entre los varones adolescentes que habían pasado de indicar una conducta no heterosexual en esa primera Oleada a una heterosexual en la cuarta; esos varones también presentaban otras diferencias, como un promedio de calificaciones académicas más bajo. Por otra parte, igual que los varones que se declaraban heterosexuales de forma permanente, los que respondían de forma diferente entre las Oleadas I y IV eran más populares en la escuela para los varones que para las mujeres, mientras que los varones que se declaraban no heterosexuales en ambas Oleadas eran más populares para las mujeres. Estos y otros datos[145] llevaron a los autores a concluir que los “varones que dejaron atrás una adolescencia gay o bisexual para volverse heterosexuales en los inicios de la edad adulta eran, en gran medida, adolescentes heterosexuales que, o bien estaban confundidos y no entendían el parámetro de atracción romántica, o bien eran bromistas que habían decidido, por razones que no supimos detectar, mentir sobre su sexualidad.”[146] No obstante, los autores no lograron dar una cifra de la proporción de respuestas inexactas, lo que habría permitido evaluar el poder explicativo de sus hipótesis.
Con posterioridad, Archives of Sexual Behavior publicó, en 2014, una crítica a la explicación de Savin-Williams y Joyner sobre los datos de Add Health escrita por la psicóloga Gu Li y colegas.[147] Además de criticar la metodología de Savin-Williams y Joyner, Gu Li defendía que los datos eran coherentes con la posibilidad de que algunos adolescentes no heterosexuales “volvieran al armario” en años posteriores como posible reacción al estrés social. En la Segunda Parte de este informe examinaremos los efectos del estrés social en la salud mental de las poblaciones LGBT. Asimismo, Gu Li y su equipo afirmaban que “no tiene demasiado sentido recurrir a las respuestas de la Oleada IV sobre identidad sexual para validar o refutar las respuestas sobre atracción romántica en las Oleadas I o IV, cuando es posible que esos aspectos de la atracción sexual no coincidieran de entrada.”[148] En cuanto a la hipótesis de los bromistas, los autores planteaban la siguiente dificultad: “Aunque algunos participantes puedan ser ‘bromistas’ y nosotros, como investigadores, debamos al analizar e interpretar los datos tener cuidado con la problemática asociada a las encuestas de autoevaluación, no queda claro por qué los ‘bromistas’ contestarían con sinceridad a las preguntas sobre delincuencia y no a las de orientación sexual.”[149]
Savin-Williams y Joyner publicaron una contestación a esa crítica en la misma edición de la revista.[150] En respuesta a las opiniones de que carecía de fundamento su comparación de la identidad sexual autodefinida por los propios sujetos en la Oleada IV con la atracción romántica autodefinida por ellos mismos en la Oleada I, Savin-Williams y Joyner afirmaban que los resultados eran bastante similares si se utilizaba la atracción como parámetro en la Oleada IV. Además, consideraban altamente improbable que una gran parte de los participantes clasificados como no heterosexuales en la Oleada I y heterosexuales en la IV hubiese vuelto “al armario,” ya que la proporción de individuos en la adolescencia y los inicios de la edad adulta que “salen del armario” tiende a aumentar con el tiempo.[151]
Al año siguiente, Archives of Sexual Behavior publicó otra respuesta a Savin-Williams y Joyner, esta vez de la psicóloga Sabra Katz-Wise y colegas, quienes aseguraban que el enfoque de Savin-Williams y Joyner “para identificar a una joven minoría sexual ‘dudosa’ era intrínsicamente erróneo”[152] e indicaban que “la atracción romántica y la identidad de la orientación sexual son dos dimensiones diferentes de la orientación sexual que pueden no ser concordantes, ni tan siquiera en un momento puntual específico.”[153] Asimismo, afirmaban que “incluso si Add Health hubiese evaluado las mismas facetas de la orientación sexual en cada una de las rondas, seguiría siendo incorrecto deducir la existencia de minorías sexuales ‘dudosas’ a partir de los cambios en una misma dimensión de la orientación sexual, ya que esos cambios pueden reflejar plasticidad sexual.”[154]
Lamentablemente, el estudio de Add Health no parece contener información que permita determinar cuál de esas interpretaciones es más probable que sea correcta, si es que alguna lo es. También podría ser que una combinación de factores hubiera contribuido a las diferencias entre los datos de la Oleada I y la IV. Por ejemplo, es posible que hubiera adolescentes que respondieran de forma inexacta a las preguntas sobre atracción sexual en la Oleada I, y que otros fueran abiertamente no heterosexuales pero más tarde “hubiesen vuelto al armario” o puede ser que en adolesentes que sintieran una atracción no heterosexual antes de la Oleada I en gran medida dicha atracción hubiera desaparecido al llegar a la Oleada IV. Tal vez otro tipo de diseño de estudios prospectivos, con un seguimiento de sujetos concretos a lo largo de su adolescencia y desarrollo adulto, podría arrojar luz sobre estas cuestiones.
Si bien las ambigüedades en la definición y descripción del deseo y la orientación sexual hacen difícil estudiar los cambios en el deseo sexual, los datos de estos amplios estudios poblacionales nacionales norteamericanos con muestras de sujetos escogidos aleatoriamente sí apuntan a que las tres dimensiones de la sexualidad (el afecto, la conducta y la identidad) pueden cambiar con el tiempo en algunas personas. No está claro, y tampoco las investigaciones actuales abordan la cuestión, si los factores externos sujetos a control volitivo (la elección de parejas sexuales o conductas sexuales, por ejemplo) pueden influir, y hasta qué punto, sobre esos cambios mediante el condicionamiento u otros mecanismos descritos en las ciencias del comportamiento.
Diversos estudiosos han señalado que la orientación y atracción sexuales pueden ser especialmente plásticas en la mujer.[155] Por ejemplo, Lisa Diamond defendía en su libro de 2008 Sexual Fluidity que “en la mujer la sexualidad tiene, esencialmente, más plasticidad que en el hombre, lo que permite una mayor variabilidad en su desarrollo y manifestación a lo largo de la vida,” afirmaciones basadas en sus investigaciones y en las de muchos otros estudiosos.[156]
Las encuestas longitudinales que Diamond realizaba cada cinco años a mujeres que mantenían relaciones sexuales con otras mujeres también ayudaron a clarificar el problema que planteaba el concepto de orientación sexual. En muchos casos, las mujeres de su estudio manifestaban no haberse propuesto entablar una relación sexual lésbica, sino que más bien fueron experimentando un crecimiento gradual de su intimidad afectiva hacia otra mujer que finalmente desembocó en una relación sexual. Algunas de esas mujeres rechazaban las etiquetas de “lesbiana,” “heterosexual” o “bisexual” porque no se correspondían con su experiencia vital.[157] En otro estudio, Diamond pone en cuestión la utilidad del concepto de orientación sexual, especialmente del modo en que se aplica a la mujer.[158] Diamond señala que si la base neuronal del vínculo padres-hijos (incluyendo el apego hacia la propia madre) forma al menos parte de la base del afecto romántico en la edad adulta, entonces no sería sorprendente que una mujer tuviera sentimientos románticos hacia otra sin querer necesariamente una relación sexual íntima con ella. Los estudios de Diamond indican que este tipo de relaciones surgen con mayor frecuencia de lo que habitualmente se reconoce, especialmente entre mujeres.
Algunos estudiosos también han señalado que la sexualidad del hombre es más plástico de lo que se pensaba. Por ejemplo, Diamond presentó en 2014 un documento para una conferencia, basado en los resultados preliminares de una encuesta realizada a 394 personas, titulado I Was Wrong! Men Are Pretty Darn Sexually Fluid, Too! (¡Estaba equivocada! La sexualidad de los hombres también es condenadamente plástica).[159] Diamond fundamentaba esa conclusión en un estudio de hombres y mujeres entre 18 y 35 años de edad, en el que se les preguntaba sobre su atracción sexual y la identidad con la que se autodefinían en diferentes estadios de la vida. El estudio reveló que un 35% de los hombres que se identificaban como gais se había sentido atraído hacia el sexo opuesto durante el año anterior y un 10% de ese mismo colectivo declaró haber tenido conductas sexuales heterosexuales durante ese mismo periodo. Asimismo, el número de hombres que en algún momento de su vida, habían pasado de gais a bisexuales, a queers o a alguna otra identidad sin etiquetar era casi el mismo que el de los que pasaron de bisexuales a gais.
En un artículo de revisión de 2012 titulado Can We Change Sexual Orientation?, publicado en Archives of Sexual Behavior, el psicólogo Lee Beckstead escribía: “Aunque su conducta, identidad y atracción sexual pueda cambiar a lo largo de sus vidas, eso no necesariamente indica un cambio de orientación sexual… sino un cambio en la conciencia y expresión de la sexualidad.”[160] Es difícil saber cómo interpretar esta afirmación (que la conducta, identidad y atracción sexual puedan cambiar pero que eso no indique necesariamente un cambio de orientación sexual). Ya hemos analizado las dificultades que conlleva definir orientación sexual, pero independientemente de cómo elijamos definir este constructo, parece que la definición estaría de algún modo relacionada con el comportamiento, la identidad o la atracción sexual. Quizás podríamos tomar el argumento de Beckstead como una razón más para considerar prescindir del constructo “orientación sexual” en el contexto de los estudios sociológicos, ya que, sea lo que sea lo que quiera decir, parece que solo está vinculado con fenómenos cuantificables empíricamente de forma vaga o incoherente.
Dada la posibilidad de cambios en el deseo y la atracción sexuales –un fenómeno no poco común según los estudios–, todo intento de inferir una identidad estable, innata y fija a partir de una mezcla compleja y a menudo variable de fantasías, deseos y atracciones internas (ya sean sexuales, románticas, estéticas o de otra índole) está sembrado de dificultades. Podemos imaginar, por ejemplo, a un chico de 16 años, obnubilado por un veinteañero, y que se va creando fantasías en torno al cuerpo y la constitución de este, o tal vez fanteseando en relación con algún rasgo o cualidad de su personalidad. Tal vez una noche, en una fiesta, ambos entablan una relación física íntima favorecida por el alcohol y el ambiente general de la fiesta. Este joven comienza, entonces, un agónico proceso de introspección y autoexploración para dar respuesta a la enigmática pregunta, “¿significa esto que soy gay?”
Los estudios actuales en los campos de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales apuntan a que esta pregunta, al menos tal como está construida, no tiene mucho sentido. Lo que la ciencia puede decirnos como mucho es que no hay nada que ese joven pueda descubrir “dentro” de sí mismo (no hay ningún hecho de la naturaleza por descubrir o desenterrar en su interior). Lo que sus fantasías y esa relación de una noche “significan realmente” es objeto de un sinfín de interpretaciones: que la figura masculina le resulta bella, que se sentía solo y rechazado la noche de la fiesta y respondió a las atenciones y el afecto de su compañero, que estaba ebrio y le afectó la potente música y las luces estroboscópicas, que tiene una atracción sexual o romántica fuertemente arraigada hacia otros hombres, etc. En efecto, las interpretaciones psicodinámicas de esas conductas que se remiten a factores motivacionales inconscientes y conflictos internos, muchos de ellas sumamente interesantes y la mayoría imposibles de demostrar, pueden ser infinitas.
Lo que sí podemos decir con gran seguridad es que ese joven tuvo una experiencia envuelto en una serie de sentimientos de gran complejidad, o que se embarcó en un acto sexual condicionado por múltiples factores, también complejos, y que esas fantasías, sentimientos o comportamientos asociados pueden (o no) estar sujetos a cambio a medida que crezca y madure. Esos comportamientos pueden volverse habituales con la repetición y, por tanto, más estables, o bien pueden desvanecerse y resurgir en raras ocasiones o nunca. Los estudios de conducta, deseo e identidad sexual indican que ambas trayectorias son una posibilidad real.
El concepto de orientación sexual es excepcionalmente ambiguo comparado con otros rasgos psicológicos. En general, hace referencia al menos a uno de los tres aspectos siguientes: atracción, conducta o identidad. Asimismo, hemos visto que con frecuencia la orientación sexual también hace referencia a otros aspectos: anhelos, afanes, necesidades percibidas de ciertas formas de compañía, etc. Es importante, por tanto, que los investigadores tengan claro cuál de esos ámbitos están estudiando y que, a la hora de interpretar los hallazgos, quienes leamos sus informes tengamos en mente las definiciones que esos investigadores hayan especificado.
Además, el término “orientación sexual” no solo puede interpretarse en diferentes sentidos, sino que la mayoría de esos sentidos constituyen, en sí mismos, conceptos complejos. La atracción, por ejemplo, puede referirse a pautas de excitación o a sentimientos románticos o a deseos de compañía o a otras cosas; y cada uno de estas cosas puede estar presente, o bien esporádica y temporalmente, o bien de forma generalizada y a largo plazo, o bien de un modo exclusivo o no, o bien profundo o superficial, etc. Por esa razón, incluso especificar uno de los sentidos básicos de la orientación (atracción, conducta o identidad) es insuficiente para hacer justicia a un fenómeno tan ampliamente diverso de la sexualidad humana.
En este apartado, hemos criticado el supuesto habitual de que los deseos, atracciones y anhelos sexuales revelan una característica innata y determinada de nuestra constitución biológica y psicológica, una identidad u orientación sexual fija. Además, tenemos razones para poner en duda el supuesto generalizada de que, para tener una vida feliz y realizada, tenemos que descubrir de algún modo ese hecho innato sobre nosotros mismos que llamamos sexualidad u orientación sexual, y expresarla invariablemente a través de determinadas pautas de conducta sexual o de una trayectoria vital particular. Tal vez, en lugar de ello, deberíamos considerar qué tipo de conductas (ya pertenezcan al ámbito sexual o a cualquier otro) tienden a conducirnos a una vida sana y realizada, y qué tipos de conductas tienden a menoscabar tanto la salud como la realización personal.